Me rajé. Tengo que reconocer. A la vuelta de Sudáfrica, con el subidón de la victoria, mis planes incluían acudir al Congreso de los Diputados para asistir al Debate sobre el Estado de la Nación, con José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy de actores estelares. El catalán Durán i Lleida tenía –y tiene- el principal papel de actor secundario, en el que sólo puede hacerle sombra el vasco Josu Erkoreka. Todos los demás, digan lo que digan, son teloneros. El primero, Gaspar Llamazares, político antiguo en horas bajas, pero infinitamente moderno en comparación con su sucesor al frente de Izquierda Unida, Cayo Lara. ¡Qué espectáculos ofrecerá si, tras las próximas elecciones, obtiene un acta de diputado! En resumen, el cansancio y la galbana, mea culpa, me alejaron del Congreso. No del debate. Lo seguí por televisión. Es lo mismo, aunque se pierde el ambiente que, aunque te lo cuenten, no es lo mismo. Es algo muy similar a haber visto la final Holanda-España en Johannesburgo o en la televisión.
El miércoles 14 de julio, cuando Zapatero y Rajoy, se midieron con discursos y palabras en el Congreso, España todavía permanecía en la nube de la resaca del éxito en el Mundial. El triunfo de la selección no borró los problemas del país, pero los aparcó durante un instante de horas o incluso de días. Zapatero y Rajoy nos devolvieron a la realidad, mejor dicho, a una doble realidad. A la realidad de la crisis y a la realidad de “la insoportable levedad” de los políticos hispanos. El Debate sobre el Estado de la Nación es una especie de aquelarre de verborrea política, en la jerigonza muchas veces incompresible de los políticos, que se celebra una vez al año más o menos por estas fechas, pero sobre todo cuando le conviene al Gobierno de turno. Zapatero, perdido en una crisis en la que no son descartables los cinco millones de parados, quería aprovechar el debate para marcar el punto de inflexión más bajo de sus penas políticas. Pretendía que fuera un punto y seguido a partir del cual construir su recuperación política. Rajoy, el jefe de la oposición, aspiraba a todo lo contrario, a medio enterrar –en términos políticos, claro- a su adversario. Los demás, los teloneros, a sacar tajada, ahora o dentro de unos meses, con la venta de su apoyo o con la escenificación de sus quejas con el objetivo de sacar más votos en la próxima ocasión. No puede ser objetivo. La objetividad absoluta es una quimera. Intento ser imparcial, pero eso es también un empeño casi imposible. Nada ni nadie me condiciona. Eso es lo que yo creo, pero incluso así, siempre habrá algo –aunque no me de cuenta- que influya en mis percepciones y muchos más en mis opiniones. A pesar de todo, estoy decidido a mojarme. El morbo reside en averiguar quien ganó el Debate, Zapatero y Rajoy. Los incondicionales de uno y otro lo tienen claro. Los prosocialistas creen que el presidente venció, incluso con contundencia. Los partidarios de Rajoy, están convencidos de que el jefe de PP hizo una gran faena. Yo soy mucho más escéptico. Me parece que estuvieron más cerca de un empate que de cualquier otra cosa, con todos los teloneros de fondo, algunas de cuyas intervenciones no merecen ni una mínima reseña. Mucho más claro tengo que Zapatero y Rajoy, y no digamos todos los demás, estuvieron –y a lo mejor siguen- muy alejados de la realidad, de los problemas y las inquietudes diarias de los ciudadanos, y que sus apelaciones y discursos al paro, a la crisis e incluso a las pensiones son argumentos electorales más que proyectos o propuesta. Y de lo que no me cabe ninguna duda, incluso después de hablar con muchos de los que rodean a los protagonistas, es decir, diputados, asesores y pelotas, que el Debate sobre el Estado de la Nación volvió a ser, una vez más, un ejercicio inútil de dialéctica parlamentaria. Y además, un mal ejercicio, porque ni tan siquiera son buenos en la tribuna de oradores. Sí, como decía ayer, es una pena.
Comentarios recientes