Una de las páginas del ajado libro que sostiene María, el personaje al que interpreta Naomi Watts, se desprende de su lomo y vuela en el interior del avión en el que viaja a Tailandia junto a su familia: su marido (Ewan McGregor) y sus tres hijos. La mujer se levanta, recupera la hoja y la vuelve a colocar en el lugar que le corresponde. La cámara de J. A. Bayona encuadra con toda la intención el margen superior de la cuartilla, en el que se puede leer claramente un nombre: Joseph Conrad. No conocemos el título de la novela que el personaje está leyendo, pero bien podrían ser estas palabras de Marlow en El corazón de las tinieblas: “Tengo la sensación de que estoy tratando de contar un sueño, pero que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica y de combate, esa sensación de ser capturado por lo increíble, que es la misma esencia de los sueños”. Podría ser esto otro: “El mar nunca cambia y sus acciones permanecen como un misterio ajeno al parloteo de los hombres”. O quizá, quién sabe, lo siguiente: “Por muy celebrado que haya sido en prosa y en verso, el mar nunca ha sido amigo del hombre. Como mucho ha sido testigo de su angustia”. La mención a Conrad es un detalle minúsculo en una película abrumadora, pero como me confesaría el propio Bayona después del pase, es un homenaje deliberado a uno de los novelistas que mejor han descrito el temperamento de los mares. El mar, la mar: ese viejo de fuerza irresistible y naturaleza traicionera.
Lo imposible está inspirada en la historia real de una familia española que sobrevivió al colosal tsunami que azotó el sudeste asiático en diciembre de 2004, en el que fallecieron más de 200.000 personas. Puro azar, un milagro, en mitad de la ira arrasadora de las aguas. Y está tan bien reconstruido que apenas importa que sepamos el momento justo en el que la ola golpeará el espléndido resort en el que esta familia celebra la Navidad o que conozcamos perfectamente el desenlace. Bayona, en su segundo largometraje, exhibe un absoluto dominio del suspense y nos mantiene pegados a la butaca porque nos sumerge en el naufragio sin necesidad de recurrir a la estereoscopía: sufrimos con la inusual potencia de la resaca que anuncia la llegada de una nueva ola, sentimos la paralizante punzada de dolor que produce una herida lacerante, nos angustiamos con la asfixiante sensación de vomitar un cuerpo extraño tragado por la fuerza durante una de las inmersiones. No es por casualidad que se hayan registrado dos casos de desmayos en los pases de ayer de la película y que algunos espectadores se vieran obligados a abandonar el barco cuando la bilis comenzaba a azotar con fuerza el casco de su aparato digestivo.
Para creernos todo esto es preciso manejar con precisión un aparataje complejo y costoso -el segundo tanque de agua más grande del mundo, construido en la Ciudad de la Luz-, conocer a la perfección los rudimentos del tempo narrativo y tener un avanzado conocimiento de la psicología infantil para que los tres niños fueran absolutamente creíbles en el simulacro de una situación tan extrema. Y todo eso permite que el sentimentalismo subrayado con una banda sonora demasiado obvia sea un pecado insignificante, una isla diminuta en medio del océano.
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