Me enfrento a la Blancanieves de Pablo Berger sin ninguna expectativa ni apenas información. Sé que es muda y en blanco y negro y que fue concebida mucho antes que The artist, de modo que en ningún caso se puede acusar de oportunista al director. La deliciosa película francesa que arrasó en los Oscar este año no ha sido la primera en recuperar el cine mudo en pleno siglo XXI, pero tiene el mérito de haberlo rescatado para el público mayoritario. Después del pase, unas compañeras me cuentan que Berger tuvo que sudar ácido para financiar su película. Recurrir a subvenciones extranjeras y comprobar cómo todas las televisiones de España desconfiaban de un proyecto que se les antojaba catastrófico. Y que, entonces, se empeñó en rodarla con un presupuesto ínfimo -prácticamente el mismo que había empleado en su debut, Torremolinos 73-. The artist ha debido de ser al mismo tiempo una rémora y un aliento (el factor sorpresa ha desaparecido, pero el desbordante éxito de aquélla ha despertado el interés en esta). Y las comparaciones serán inevitables, aunque en realidad no tengan nada que ver la una con la otra -salvo el ejercicio estilístico-. No obstante, en este caso, Berger, al menos, se evita arrodillarse frente a los toriles a puerta gayola. Obviamente, el riesgo será el mismo al que se enfrentan todas las películas en su estreno.
Hay razones para apostar que su faena le valdrá varias orejas -quizá aquí mismo, en San Sebastián- y van más allá de la originalísima relectura del cuento popularizado por los hermanos Grimm. Sobre la película planea un tono narrativo sombrío que provocaría pesadillas a cualquier niño. Esta Blancanieves está ambientada en la oscura España del Directorio Civil de Miguel Primo de Rivera -la misma época en la que se sitúa Fiesta, de Ernest Hemingway- que contrasta con la luminosidad y el esplendor que caracterizan esa década. La corrida representa la sublimación del folclore español: la catarsis a través de una ceremonia salvaje en la que el hombre cegado de superstición se enfrenta a la bestia. Y, al mismo tiempo, la fiesta juega un papel clave como motor alegórico de una tragedia que lleva incrustadas piezas de brillante humor negro.
La intensidad narrativa decae en el segundo tercio, en una prolongada exposición de la maldad de la arribista madrastra, un personaje que además parece poco definido -demasiado maniqueo-, a pesar de que Maribel Verdú complete una interpretación admirable. Una laguna que no empaña el conjunto. Berger se las apaña con ingenio para regatear la muerte de los animales en pantalla y demuestra audacia en la resolución, que recibe un aplauso unánime.
Quizá lo más apropiado hubiera sido sacudir un pañuelo blanco.
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