Cuando la semana pasada dije lo del tacatá, no lo decía literalmente, pero, al parecer, alguno de mis jefes debió leer este post y me mandó escribir un artículo sobre el flamenco. Lo único que conocía de este género son los tacones de lunares (me encantan), pero después de estos días creo que me voy a abonar al fandango, las soleares y todos los gritos desgarradores de este Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, (sí, no lo busquéis en google, se llama así).
El reportaje me mantuvo unos días fuera de Madrid. Es lo mejor que me pudo pasar para poner algo de distancia. Entre yo y Arturo y entre yo y Jairo. Con este último fue fácil: su impaciencia se limitaba a un sms cada noche. Pero con Arturo fue imposible. Cada minuto tenía un whatsapp en el móvil, una decena de llamadas perdidas y una sensación de agobio in crecendo.
Y entre medias apareció Joaquín. El hombre del cuerpo perfecto, bailaor (y no era gay) y que te hacía unas bulerías que te dejaban temblando. A pesar de admirar con fervor su cuerpo, (¿Cómo puede alguien tener un cuerpo así y no ser delito?) no conseguía sentir nada por él. En el estaoooo, perdón estado, en el que me encontraba, ay, ay, ay, no podía sentir nada por nadie más que no fuera Arturo o Jairo. Y eso me dejó preocupada, porque era una muestra de que los sentimientos hacia Arturo o Jairo, o hacia los dos, eran tan profundos como el cante jondo.
Pero Joaquín estaba dispuesto al doble zapateado y, yo, que no sé bailar ni una triste sevillana, me dejaba llevar.
Era mi segunda noche en Sevilla. Joaquín quería que fuera a cenar con él a una taberna muy típica de su ambiente y yo no tenía ganas. ¿Pero qué xxx me pasaba? El taco lo ponéis vosotros. Analicé fríamente la situación:
Tenía a un tío espectacular delante de mí. Sabía bailar, quería cenar conmigo, pagaba él, y no era gay.
Y yo quería quedarme en la habitación de mi hotel, sola, pensando en dos tíos que no sabía muy bien qué querían de mí, agotando las barritas de chocolate del minibar.
Algo fallaba y no sólo en el minibar.
Así que puse música en mi corazón, esta vez no era flamenco, y me pinte los labios. No estaba muy segura de lo que daría la noche de sí, pero al menos lo intentaría.
Fuimos a un bar muy colorido, tuve una cena fantástica en frente de mi guapísimo bailaor de flamenco que parecía que quería algo más que manzanilla.
El problema es que pasaban las horas y las copas de vino y yo no quería ni manzanilla, ni té, ni poleo.
Cuando Joaquín se cansó, decidió acompañarme al hotel. Nos intercambiamos los números de teléfono y ahí acabó todo.
De regreso a Madrid, seguía sin tener muy claro qué diferenciaba a la toná, de la soleá, pero lo que tenía muy claro es que necesitaba tomar una decisión con respecto a Jairo y Arturo. Era la última vez que tenía delante una oportunidad como la de Joaquín y no la aprovechaba. Además, ¿a cambio de qué? De confusión.
En la estación de tren, mientras arrastraba las maletas, ví a un hombre sonriente que estaba parado en medio de la puerta de salida. Soy miope y llevaba las gafas en el bolso, así que pensé que la cosa que no iba conmigo. Hasta que él me pregunto:
-¿Cecilia G.?
-Sí, soy yo.
Levanté la vista. Llevaba un traje y un ramo de flores.
-Esto es para usted, tiene que venir conmigo.
Miré al señor. Dos veces. Tres veces. No le conocía de nada, pero no era ni policía, ni agente de movilidad urbana, ni mi casero. Así que cogí el ramo y leí la tarjeta.
Era de Arturo.
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