Sí, yo estuve allí, en la final del Mundial de Sudáfrica. Un día para la historia en España, el 11 de julio de 2010. Estuve en el Soccer City de Johannesburgo, de Joburg, como dicen los sudafricanos, porque Johannesburgo es muy largo. Participé, como espectador, en la gran fiesta del fútbol y que, a unos diez mil kilómetros de España, quizá fue algo más que fútbol. Aquel día, millones de españoles de una nueva generación, mandaron al desván del olvido los complejos y prejuicios atormentados de sus mayores. Visto desde la grada, al ritmo atronador de las vuvuzelas, que también tiene su encanto, fue un partido emotivo, intenso y sobre todo interminable. Los 116 minutos que pasaron hasta que Andrés Iniesta metió el gol que dio el triunfo al futbol español frente la brutalidad holandesa, como diría el Times de Londres, fueron lo más parecido a la eternidad, en Joburg y sin duda en las casas, en los bares y en las plazas y calles de una España, joven, que paseaba con orgullo su bandera y que había conseguido que el estribillo popular “¡español, español, soy español, español, español”, fuera cantado incluso por decenas de miles de sudafricanos. Es muy probable que ignoraran el significado exacto, pero también habían asumido la esencia. En Joburg, capital económica de un país con once lenguas oficiales, pero con el inglés como instrumento vehicular que todos aceptan y nadie discute, por universal y por práctico, Anasagasti y Carod Rovira lo hubieran pasado muy mal.
Sí, yo estuve allí, muy cerca de donde empezó el gran cambio sudafricano, personalizado por Nelson Mandela, que antes del Holanda-España salió al campo y recibió la mayor ovación unánime de la gélida noche austral. Mandela protagonizó la política del rugby, la política de reconciliación entre la Sudáfrica dominadora blanca y la Sudáfrica dominada negra. El gran símbolo fue el rubgy y que como presidente del país acudiera a la final del mundial de ese deporte de 1995 ataviado con la camiseta del capitán del equipo sudafricano, el blanco Matt Damon. Mandela acababa de ganar las elecciones con dos tercios de los votos, pero optó por dar la mano al adversario derrotado. Aquel día, ganaron los Springbooks, el equipo de rugby sudafricano, y también el país entero
Sí, yo estuve en el Soccer City, en Soweto, el antiguo bastión de la resistencia y del poder negro en la Sudáfrica racista. El estadio, un monumento moderno al deporte, es naranja por dentro, porque los asientos son naranja, el color de holanda. El domingo 11 de enero, las gradas también eran naranjas. Los holandeses eran multitud y los españoles una minoría, vistosa con sus banderas y camisetas, pero que apenas conseguía hacerse oír, por sobre las vuvuzelas que todos tocaban. Interminable, hasta que en el minuto 116, Andrés Iniesta, el genio de la noche de un equipo de artistas-obreros del balón, logró el gol del triunfo de un equipo y también de un país que, feliz y sin complejos, se lanzó a la calle para festejar la victoria al grito, hace unos años impensable, de “soy español, español, español, español”.
Hoy, miércoles, 14 de julio, también estaré en el Congreso de los Diputados en Madrid, en el debate sobre el Estado de la Nación, y que puede sintetizarse en un partido entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy. No es lo mismo, por casi todo. En el Congreso no hay vuvuzelas que animen el ambiente, y quizá debería haberlas. Tal vez lograrían acortar el abismo existente entre el presidente del Gobierno y el líder de la oposición y la España ahora feliz de la calle, de las oficinas y de las fábricas que a pesar del jolgorio tampoco puede olvidar sus problemas del día a día. Porque la España que disfrutó con la victoria de la selección de Del Bosque, que lloró de alegría con el gol de Iniesta y que celebró el beso de Iker a Sara hace mucho que dejó de estar presente en los discursos, engolados y enmarañados, de Zapatero y Rajoy. Yo estuve en Joburg, en la final, y estaré en el Congreso de los Diputados. No es lo mismo. Es una pena.
Comentarios recientes