En las últimas semanas, inmersa como estaba en la vida de Mateo y en su familia, había dejado de lado a mi otra familia, mis amigas. Es un error inevitable que se comete cada vez que estás inmersa en una relación. Con los años no había mejorado pero había aprendido a subsanar a tiempo esta falta de atención. Así que el viernes pasado organicé una cena de chicas en casa. Si para algunos conocer a la familia era la señal inequívoca de que la relación va muy en serio, para otros, este paso era conocer a las amigas. Yo aún no estaba preparada. Pero Mateo me presionaba, de forma nada sutil. De hecho, estaba más ansioso por conocer a mis amigas que a mis padres. Lo que él no sabía es que eran unas jueces mucho más duras e implacables que cualquier suegra. Sin embargo, una cena de chicas, era una cena de chicas. Es decir, sexo masculino (excepto Tarzán) estaba excluido de la reunión. Finalmente, llegamos a un trato: él me ayudaría a preparar la cena, la mesa y demás, y en cuanto llegaran las chicas saludaría, mostraría todos sus encantos (o al menos los que fueran posible mostrar en diez minutos) y se iría a su piso. Lo cierto es que no me vino mal del todo. Mateo era un gran cocinero y juntos hacíamos un equipo perfecto. Mientras él preparaba la cena, yo me bebía el vino. A cambio le di información bastante útil acerca de mis amigas. La típica pregunta adecuada para ganarse a una, el complemento perfecto para ganarse a otra. En realidad, no sé por qué me esforzaba tanto. Entre mi larga lista de “ex” no había ninguno que les hubiese gustado de verdad. Nunca me importó, con que me gustasen a mí era suficiente. Esta vez era distinto. Quería que les cayese bien y que vieran lo que yo veía en Mateo. Que aún no sé muy bien qué es, pero está claro que algo era. Mateo no pudo estar más encantador. Tanto que casi me dolió tener que compartirlo. Desplegó todos sus encantos, incluso algunos desconocidos para mí. Todas estaban tan encantadas con él que casi me convencen para que se quedase a cenar. Pero no. Lo importante no era que conocieran a Mateo era lo que venía detrás. Las críticas. Despiadadas y sin adornos. Como sucedía cada vez que una de nosotras nos presentaba al nuevo. Esperaba sus comentarios, sin piedad, directas a la yugular. Sin embargo, nada de nada. Se las había ganado por goleada. Ya les dije que eran unas flojas, que me había decepcionado, que esperaba mucho más de ellas y que con los años estaban perdiendo facultades. ¿No os parece que Mateo y yo tenemos muy poco en común? María, sin inmutarse me soltó un zas de eso que nos hizo reír el resto de la noche: “Mira Lía. Con el último tío que salí he tenido más cosas en común que con ningún otro, los dos queríamos lo mismo: yo le amaba y él se amaba así mismo. Acéptalo, te ha llegado la hora.”
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