La ilusión de una recuperación económica consistente en 2011 se aleja. Cada vez es más evidente. Los banqueros, que suelen ir por delante, están muy preocupados. La mejoría, más o menos real, del paro en el tercer trimestre del año, no es más que un espejismo. Es cierto, el desempleo descendió en 69.000 personas, pero claro, con la matización de que el número de empleados públicos creció en 90.300 personas. Menos da una piedra, es cierto, pero parece evidente que no se pueden lanzar las campanas al vuelo, sino todo lo contrario. La triste y dramática realidad es que a finales de septiembre había en España 4,57 millones de parados y hasta los responsables del nuevo Gobierno, en el que casi todo lo manda Rubalcaba, piden prudencia porque temen que esa cifra todavía crezca en los próximos meses. El drama, sin embargo, se agiganta por momentos. Nada menos que 1,87 millones de parados lo son de larga duración, es decir, están en esa situación desde hace más de un año. Además, 1,29 millones de hogares tenían a todos sus miembros desocupados y otros 630.600 hogares no tienen ninguna clase de ingresos y sobreviven con ahorros, cada vez menores y menguantes, o con ayudas de otros familiares y amigos. Queda, eso sí, explicar la supervivencia de todas esas personas gracias a la llamada economía sumergida, pero ese es otro asunto, que nunca puede servir de consuelo ni tampoco de coartada para nada ni para nadie. El escenario, por lo tanto, no es que no sea halagüeño, sino que es estremecedor, sobre todo si en el porvenir más inmediato no se vislumbran mejorías de ninguna clase.
La reforma laboral impulsada por el Gobierno de Zapatero, que no satisfizo a casi nadie y que generó una fracasada huelga general, parece que hasta el momento no ha servido de revulsivo. Sus impulsores alegan y defienden –el propio presidente del Gobierno ha hecho suyo ese argumento- que se trata de una reforma de largo alcance y que todavía es pronto para que se dejen notar sus efectos. Es probable, aunque dudoso. No obstante, tienen razón en que cualquier reforma laboral de calado tarda bastante tiempo en dar sus frutos y que éstos se recogen, en creación de empleo y estabilidad, a largo plazo. Sin embargo, los primeros meses de vida de la nueva regulación laboral no pueden ser más decepcionantes, sobre todo, porque no se ha roto la tendencia perversa de aumento la contratación temporal y descenso de la indefinida. No sólo no se ha roto esta tendencia, sino que se ha acentuado. Cada vez hay más contratos temporales y menos indefinidos, con el agravante de que sigue el proceso de destrucción del empleo indefinido. Justo lo contrario de lo que se pretendía conseguir con los cambios. El Gobierno y su nuevo ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, deberían reflexionar sobre ellos. También los sindicatos, encastillados en sus posturas, y los empresarios de la CEOE, enredados en su propio caos organizativo, en busca de un líder que tampoco está claro que llegue, como Godot. Desde luego, alguno de los que se preconiza como futuro presidente de la CEOE, no aportará nada.
Por último, el otoño de 2010, ya avanzado, contempla otro drama, con ribetes de tragedia. Para muchos, para bastantes de ese 1,82 millones de desempleados de larga duración, será el otoño en el que dejaron que cobrar el subsidio por desempleo, al margen de que el Gobierno se invente alguna otra ayuda complementaria, que también sería temporal y por lo tanto, un parche. Y lo peor, es que unos y otros, quienes están todavía bajo la cobertura del subsidio y quiénes ya han agotado esas prestaciones, el horizonte inmediato no parece ofrecerles posibilidades reales de hallar un emplea, al margen de que sea más o menos estable. Zapatero ha cambiado el Gobierno y quiere ganar la batalla de la imagen, con Rubalcaba de adelantado y quizá de futuro candidato presidencial. Todo muy espectacular. Sin embargo, para muchos, para demasiados, todo es más dramático, porque viven el otoño en el que se han quedado o se quedarán sin subsidio de desempleo y sin esperanzas de encontrar empleo. Y eso no tiene imagen
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