Confieso que he probado de (casi) todo para parecer más joven. Me he gastado más de un salario en cremas milagrosas, sérums, tratamientos revitalizantes. He visitado los centros de belleza más renombrados del país para tratar de disimular lo que no queda más remedio que aceptar. Exacto, todo apunta a que, con los años, me estoy convirtiendo en una madurita interesante. Sin embargo, en estos últimos días me noto más vital, más joven, más radiante. No sólo me lo ha dicho el espejo, sino también varias compañeras de trabajo, no sin cierta envidia. “Tienes algo en los ojos”. Yo, para despistar, siempre digo: “no sé, será una mota”. Lo cierto es que en apenas una semana he perdido un par de kilos, se me ha cortado el apetito de repente, sin dieta de la alcachofa ni nada y en la mirada tengo ese algo que sólo unos cuantos afortunados poseen. No, no me refiero a los ojos azules o a unas pestañas descomunales. Me refiero a ese brillo que sólo te da la atracción por el otro. Un otro que en mi caso se llama Mateo y vive en mi edificio. Y esta circunstancia había hecho que en mi casa, se cambiaran los papeles. Tarzán ya no era el que tenía todos los sentidos alerta. Era yo. Escuchaba cada ruido de la escalera, acechaba detrás de la mirilla para controlar los posibles movimientos. La llamada del cartero comercial era en realidad una nueva oportunidad de que Mateo apareciera en mi puerta. Las tareas que antes suponían un suplicio, por ejemplo tirar la basura, bajar al perro, comprar el pan, ahora se habían convertido en una oportunidad de encontrarme con él. Por cierto, no le había vuelto a ver desde hacía una semana. Y eso me desesperaba. De repente, tenía esa sensación tan rara en estómago, que no recordaba hace mucho mucho tiempo. Quizá desde Jairo o quizá aún más atrás. Pensándolo bien no me había vuelto a sentir así con alguien desde que tenía quince años. Y así lo comprobé el día que menos lo esperaba. Fue mientras buscaba en mi buzón algo interesante, entre la publicidad de la pizzería de la esquina y la promoción del súper de la semana. Justo cuando más despistaba estaba, apareció. ¡Hola”, me dijo mientras me daba un gran beso en la mejilla. ¡Qué sorpresa!, contesté, como si no hubiera estado pensando en él en todos estos días. ¿Cómo has estado?, le dije. “Bastante liado, he estado fuera unos cuantos días, pero ya he regresado. ¿Tienes plan para hoy?, ¿Quieres que cenemos algo en tu casa? En realidad, no tenía nada que hacer aquella noche, pero me quería hacer la interesante, así que le dije: “tengo algo que creo que puedo mover, ¿me das tu móvil y te confirmo luego?” Y así, sin más, conseguí su móvil y una cita para aquella noche en la que íbamos a cenar pizza. Definitivamente, había vuelto a los quince, sólo que con una pequeña excepción, ya no había bebidas naranjas sino color vino.
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