EL Gobierno está radiante de alegría porque ha descendido miserablemente el paro en diciembre de 2012. Cristóbal Montoro y Fátima Báñez (el dúo monster que hace parecer a Rajoy guapo e inteligente) lo celebran con el regocijo de los condenados que acabasen de descubrir un bote salvavidas exclusivamente destinado a salvar sus traseros. Pase lo que pase, el ministro de Hacienda y la ministra de Trabajo se subirán a la zódiac de sus cifras acicaladas y desde allí, flotando entre las ruinas nacionales, seguirán anunciando a las masas de náufragos que su reforma laboral evitará el desastre definitivo. Entretanto, los periódicos mimados crematísticamente por Moncloa destacan el pírrico triunfo del Gobierno. Nunca se sabrá la cantidad de sobres que están recalando actualmente en los bolsillos de diferentes cacatúas periodísticas para que éstas continúen ejerciendo diligentemente sus tareas de manipulación. Cuando algunas de estas cacatúas no puedan recibir en el futuro un tratamiento contra el cáncer o contra alguna enfermedad incurable, quizá adquieran conciencia de que contribuyeron a cargarse, entre otras cosas, la sanidad pública y quizá descubran que las clínicas privadas solo alargan la vida a los millonarios. No deseo ningún mal a nadie, pero conviene advertir a quienes justifican con mentiras el empobrecimiento de la sociedad española que no es recomendable para la salud hacer apología de la estranguladora austeridad en una nación con una alta tasa de mendigos. La mayoría de los pobres son civilizados, pero siempre hay algunos que pierden la paciencia. Y de qué manera. Lo enseña la Historia. Pero acabo de acordarme de que esta disciplina, tal como la conocemos, tiene sus días contados en nuestro país.
Hace unas semanas Ignacio Wert insinuaba que en España sobraban historiadores y que se necesitaban más ingenieros. ¿Sabe este señor que han partido al extranjero cientos de ingenieros españoles por falta de trabajo? Si lo sabe, le debe de importar un cuerno. Wert no es de los que tienen en consideración los hechos. Se cree capacitado para crearlos y para imponerlos. Él mismo despierta repugnancia y animadversión entre millones de ciudadanos, pero se niega a aceptar la realidad y sigue paseándose ante las cámaras como si fuese un irresistible doble de Yul Brynner y como si miles de españolas sintieran un cosquilleo en el pubis pensando en el brillo de su calva. Wert quiere cargarse taimadamente las Humanidades. O no tan taimadamente. Este señor, como tanto humanoide de la derecha más obtusa y cortoplacista, identifica la enseñanza pública de la Historia, de la Filosofía o de la Literatura con el auge de ‘rojos’ y de ‘revolucionarios’.
Si un ministro de Educación razona de ese modo es porque no desea que los jóvenes sepan, por ejemplo, que el rey Luis XVI, uno de los hombres más poderosos de la Europa dieciochesca, fue guillotinado por el pueblo francés. El político que persigue a los humanistas y a sus aprendices suele tener miedo de que los ciudadanos tomen un día conciencia de que la sociedad civil dispone de las herramientas necesarias para acabar fusilando a todo un Zar o a un presidente que se pasa de la raya. No se percatan algunos líderes de tres al cuarto de que los pueblos, al margen de su cultura histórica y sociológica, no han dejado títere con cabeza cuando se les ha obligado a comerse los redundantes tesoros de su aparato excretor. Wert aspira a que sea la escuela privada, una escuela desprovista de pluralismo y de diversidad ideológica, la que enseñe unas desvaídas y borrosas nociones humanísticas con el fin de que la juventud interiorice paulatinamente la idea de que solo merece la pena concentrar los esfuerzos intelectuales en el estudio de lo técnico o en aquellas disciplinas que catalizan la transformación de millones de críos en oficinistas obedientes y pazguatos al servicio del capital.
La consigna es clara: matar la imaginación y el librepensamiento para consagrar España al utilitarismo más zafio. Ahora bien, Wert y su equipo olvidan que no acabarán con la cantera del pensamiento crítico convirtiendo a todos los universitarios en ingenieros o en peritos, puesto que siempre habrá una parte de ellos que se interese por las cuestiones políticas, filosóficas y estéticas. No sé si Wert ha leído Técnica del golpe de Estado, de Curcio Malaparte. Debería leerlo. Ese libro describe cómo Lenin se sirvió de una cuadrilla de ingenieros militares para apoderarse de los edificios más estratégicos de Moscú y de San Petersburgo. La Revolución Rusa fue posible gracias al talento ajedrecístico de un puñado de cabezas dotadas de un excelente poder combinatorio y probabilístico. Es evidente que los ingenieros militares que se pusieron al lado de los bolcheviques atesoraban una robusta conciencia política.
Si los actuales gobiernos europeos, encabezados por Alemania, aspiran a seguir engañando a la gente con el propósito de preservar el estatus quo de una casta empresarial y bancaria, van a necesitar algo más que legiones de policías para contener la marea de ira popular que no deja de crecer. Llegará un momento en que hasta los pacifistas se cansarán de serlo. Y llegará un momento en que hasta algunos ingenieros dejarán por unos días la ingeniería para echar a patadas a quienes se creen más listos que ellos. De cualquier manera, no sé para qué estoy proporcionando estos viejos consejos al señor Wert, al señor Montoro o a la señora Báñez. Ya son mayorcitos para saber que su chulería y su ignorancia están alimentando un fuego que no perdonará a nadie.
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