UNA mujer amable pero triste perdió su trabajo de dependienta en una zapatería. Le anunciaron su despido el mismo día en que suspendió por quinta vez el examen práctico de conducir. Apenas se quejó. Quizá porque sus mejores amigas también habían perdido su empleo recientemente o quizá porque nunca había sido muy optimista y no le parecía extraño que el destino le fuese adverso. La mujer tenía un marido, pero el marido estaba deprimido y se pasaba casi todo el día tumbado en la cama, masticando chicle y hojeando revistas de caza y de arqueología. Era un hombre que hablaba un poco de francés y un poco de alemán, aunque nadie le había oído conversar en esas lenguas. También atesoraba algunos conocimientos de medicina (su padre había sido ayudante de un ginecólogo).
Hubo un tiempo en que este hombre deprimido había tenido bastantes amigos y hubo un tiempo en que había trabajado con orgullo en un balneario de la comarca. ¿Qué le sucedió?
Parece ser que poco a poco empezó a considerarse una persona muy fea. Un día dejó de tener valor para salir a la calle y para ganarse el jornal. Ciertamente era un individuo feo, pero en su pequeña ciudad había gente más fea que él y esa gente feísima tenía dignísimos trabajos, presumía de ser muy astuta y expresaba asiduamente sus muchos deseos de correrse una juerga histórica, si bien nunca se la acababan corriendo.
“La reproducción prohibida”, (1937) René Magritte.
El hombre feo y su mujer vivieron varios meses con la prestación por desempleo que percibía la segunda. Antes de que expirase la ayuda económica, la mujer encontró un empleo en una cafetería cuyo dueño era un actor de teatro que jamás había conseguido hacer teatro profesional. La mujer y el actor, que era apuesto, bailarín y chistoso, no se enamoraron, pero se hicieron buenos amigos y le cogieron el gusto a acostarse juntos en una cama que había en la trastienda.
Cuando nadie hacía el amor sobre aquella cama, un gato obseso la ocupaba y la convertía en su puesto de observación.
El marido se enteró del affaire de su esposa, pero no protestó. Ya no amaba a su mujer y no se sentía con fuerzas para desafiar al amante. Pensó que un hombre feo como él no tenía derecho a enfadarse con quienes conservaban los residuos de una antigua belleza de juventud.
Tras meditarlo varios meses, decidió poner fin a su vida. Así fue cómo una tarde de junio, bajo un ardiente cielo castellano, se arrojó a las aguas del río. Pero la macabra empresa no concluyó como él esperaba. Unos policías desnudos que estaban bañándose en aquel momento lo rescataron y lo tendieron en la orilla. Lo que estaban haciendo concretamente los policías en el río es cosa que este cronista nunca sabrá.
El hombre prometió a los agentes que no volvería a intentarlo.
–Lo digo en serio, señores. Nunca más.
–¿Seguro?
–Seguro.
Regresó a casa avergonzado y encontró a su mujer en la cocina, quitando el polvo a varias botellas de champán y tarareando retazos de canciones pesimistas. La mujer le abrazó y le anunció que se había quedado embarazada. El hombre quiso gritar y romper varios vasos; sin embargo, acabó festejando la alegría de la mujer y terminó bebiendo champán hasta que le resultó arduo rematar las frases. A la mañana siguiente, volvió al río para intentar llevar a término la acción del día anterior. Cuando observaba la tumultuosa corriente de agua masajeada por un sol recio y coqueto, cayó en la cuenta de que había olvidado revelar a su mujer el escondite en que dormían sus pocos ahorros. Buscó su teléfono móvil en los bolsillos del pantalón; no lo encontró. Entonces emprendió el retorno a su casa mascullando blasfemias y asustando a los pájaros que peregrinaban en torno a sus pies. Súbitamente se detuvo en seco en una calle poco transitada, pensó algo que debía de ser importante y puso rumbo a la estación de autobuses.
Este hombre no es amigo mío, pues es difícil ser amigo de él. Tal es su desconfianza hacia el género humano. No obstante, a veces me invita a café y me relata episodios (reales o inventados) de su vida. Ahora trabaja en un hotel del centro de Madrid. Parece que ha aplazado sus planes de suicidio. Su mujer, que se ha casado con el dueño de la cafetería, viene a visitarle cada dos meses. Sin el hijo.
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