ES tiempo de árboles sumisos y de pájaros humildes. La mañana dibuja su autorretrato sobre la vanidad del otoño. Escucho la vida de las bufandas y trato de imaginar el aspecto de algunos cuellos. ¿Habría podido ganarme la vida como estrangulador? Un mendigo repara una armónica cerca de un cajero automático. Le pregunto si puede tocarme un pasodoble. El mendigo está enfermo, demacrado, sarnoso, pero da la impresión de espantar también a la muerte. Levanta la cabeza y mira las nubes y dice que tardará más de una hora en arreglar el instrumento. Este mendigo lleva una semana acampado cerca de mi casa. Ayer le di un abrigo usado para que se protegiera del frío y él me regaló una foto de Alfonso XIII. Le pregunté si era monárquico.
–Por supuesto. Monárquico y budista.
Entro en el bar de Juan Pasillos, un bar pequeño y monjil. Pido café y me pongo a hablar con un electricista que lleva de baja más de un año por una dolencia lumbar poco clara. Se llama Carlos y le huele el aliento a cocina abandonada. Me intereso por su vida y él ve el cielo abierto, pues le entusiasma contar sus desventuras y miserias.
–Soy un padre pésimo –confiesa. –Hace un rato acabo de meter un truco a mi chaval. Me falta paciencia para educar como Dios manda. Pero hágase cargo: mi padre quiso arrancarme una oreja cuando yo tenía nueve años. Es una historia que no se olvida fácilmente y que te hace ver las cosas de un modo poco esperanzador, aunque también debo admitir que mi padre era un señor que pedía disculpas. Antes de tirarse por la ventana, pidió perdón a mi madre y le hizo delicadamente el amor para que la mujer tuviera un buen recuerdo dé él. Al día siguiente nos sorprendió que padre no estuviera con nosotros para desayunar.
Hace una pausa, recupera el aliento, se termina el orujo de hierbas.
–Sí, señor. Me siento muy mal. ¿Y sabe por qué he pegado a mi pobre hijo? Porque estaba en su cuarto haciendo cochinadas delante de una foto de su madre. Usted ya me entiende. Me parece estupendo que un hijo ame a su madre, pero no hasta ese punto. No creo que sea sano. Quizá yo sea un tipo chapado a la antigua, Aragón, pero me parece que el chaval podría esperar a que yo fuera incinerado para quitarme a la esposa. La parienta me ha puesto de vuelta y media. ¿Qué le parece?
Le digo que me parece interesante todo lo que me cuenta, pero le sugiero que no se torture con las aficiones solitarias de su hijo. Carlos me estrecha la mano y promete que lo intentara. Termino el café y vuelvo a la calle. El mendigo aún sigue afanado en la reparación de la armónica. Le pregunto cómo va su trabajo y él lanza un resoplido de desesperación.
–No hay nada que hacer. Está totalmente jodida.
–¿Quiere comer algo?
–No tengo hambre –responde, y encesta la armónica en el hueco de su sombrero, que hace las veces de hucha. –¿No tendrás un poco de cocaína?
–Lo siento, amigo. Si me hubieses conocido hace unos añitos, tendría algo de eso en el bolsillo, pero ahora voy de tío sano y pelma. He caído muy bajo.
–Ley de vida.
–Sí, y si esto sigue así, muy pronto te haré compañía.
–Ni se te ocurra, hermano. Soy una persona independiente y me gusta la soledad.
–Procura entonces que no te quemen mientras te echas una siesta. Meter fuego a los vagabundos solitarios se está convirtiendo en deporte nacional.
–Siempre ha sido deporte nacional, hermano. A ver si te enteras.
Sacó de un bolsillo de la chaqueta la abarquillada foto de Alfonso XIII y se la devuelvo al mendigo.
–¿Es que no te gusta? –me pregunta con perplejidad.
–Sería cruel dejarte sin algo que aprecias mucho.
–Eres un tío, raro. Y antiespañol. Anda, fuera de mi vista.
Me alejo del mendigo mientras enciendo un cigarro y trato de pensar qué haría Buda en una situación parecida.
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