Sepan todos los que esto vieren y entendieren que el otro día se presentó, en el hotel Intercontinental de Madrid, el último libro de Alfonso Ussía, que lleva por título “Mujeres del Reino” y que es, puesta en limpio y encuadernada, la colección de 52 perfiles de señoras que Ussía ha venido publicando en TIEMPO desde hace más o menos un año. La gran mayoría de las señoras quedan bien. Algunas, no tanto. Jone Goiricelaya se va a cabrear muchísimo.
Estaban presentes algunas de las que, en rigor, habría que empezar a llamar “chicas Ussía”: María San Gil, Irene Villa, Gloria Lomana, Marta Robles, Carmen Posadas y, 7’4 grados en la escala de Richter, Espe Aguirre, que encima presidió el acto y amadrinó el libro. Y a esto es a lo que voy. Porque Espe no habló la primera sino la segunda. El primero en intervenir fue Jesús Rivasés, director de TIEMPO, quien, después de dar las gracias a todos con mucha cortesía y comedimiento, sacó un papel (Ussía empalideció; Espe, no tanto) y anunció que se disponía a leer unos versos que le había pasado un tipo de León, que no es negro, que se apellida Pérez y que fue compañero de coro de Sonsoles Espinosa durante bastantes años. Ussía acentuó su palidez. Espe, como si nada.
Nada más lejos de mi intención que ponerme a enredar aquí sobre la identidad del tal Pérez, a quien, por esas cosas que tiene la vida, conozco desde hace muchísimos años. Piensen ustedes lo que quieran. Pero, con pemiso de Jesús Rivasés y, desde luego, de Pérez, aquí tienen ustedes el romance que allí leyó el director de TIEMPO (por cierto: lo hizo bastante bien), y que dejó a Ussía no ya pálido sino del color de la momia de Ramsés II. Que lo disfruten.
Jubilado Sotoancho
en paz y gracia de Dios;
bajo tierra la su madre,
que eso es gran consolación;
rica y cresa de por vida
la jaralesca facción,
que hasta don Crispín, el cura,
tiene acciones de Repsol,
díjose Alfonso: “¿Qué hago?
¿Qué invento? ¿Qué nuevo ardor
reclamará la mi tecla,
tecla limpia y sin baldón
que todo bruñe y ordena,
pues tecla es de ordenador?
Para descansar no valgo,
que jamás descansé yo
cuando tocar los… teclados
era ya cuestión de honor.
Bien lo sabe el padre Arzallus;
bien lo sabe monseñor
Setién, obispo belitre,
que en la cabeza llevó
mitrado pasamontañas,
y así el pelo le lució.
En fin, ¿qué queréis que haga?
¿Cuál es mi nueva misión,
jubilado Sotoancho
por la gracia del Señor
y bajo tierra mil metros
la madre que lo parió?
A vuestros pies me prosterno.
Hable el señor director”.
El director nada dijo:
cauto silencio guardó,
y lo sé de buena tinta,
que el director era yo.
“Alfonso… No sé qué os diga…
Lo que queráis… Pedid vos…”
Enarcó Alfonso una ceja,
si es que no fueron las dos;
quedóse cual Zapatero,
circunflejo y soñador,
y, al cabo de un rato, dijo
con su bien timbrada voz:
“Pues que tan libre me deja
vuestra justicia y rigor,
¡pienso irme de señoras!”
“¡¿De señoras?!” –grité yo–,
“¿De señoras habéis dicho?
¡Que sois casado, bribón!
¡Que tenéis hijos y nietos!
Todos más guapos que vos,
por cierto, y que no os ofenda
tan justa comparación.
Para vuestra edad, Alfonso,
estáis… Bueno, qué sé yo…
Os conserváis… dignamente,
que no es mala situación
para quien fue, desde niño,
tan digno conservador.
Pero ¿iros de señoras,
hala, así, sin ton ni son,
convertido de repente
en fiero depredador
que a todas las mozas mira,
como Luis María Ansón?
Pero ¿qué dirá la gente?
¡Vamos, Alfonso, por Dios!
¡No os lo aconsejo, caramba!
¡No, no, no, no, no, no, no!”
A mandíbula partida
se reía el muy… coñón,
coñón del Reino de España
que a sí mismo se incluyó
en su inmensa antología
del verso escarnecedor:
“No es eso, ¡Jesús mil veces!
¡Os columpiáis, director!
Nada más lejos, lo juro,
de mi benigna intención
que ir a ponerle varas
al hembrerío español.
No pretendo yo cazallas
(me da grima ese licor),
perseguillas ni acechallas,
ni hipnotizallas de amor
gracias a esta buena planta
con que el Cielo me obsequió,
a este porte de torero,
a este cutis seductor
y a este mi perfil egipcio
que tantos envidian; no.
Quiero sólo requebrallas
en prosa de Arte Mayor;
bosquejallas, describillas
(si es posible) con humor.
A las hermosas, pintallas
con delicado color;
a las demás… retocallas
si mal otro las tocó;
y a todas, sacalles punta,
que es oficio de escritor
afilar mejor la pluma
que el cuchillo capador.
Tiene mujeres el reino
de Juan Carlos de Borbón
que merecen folio y medio.
Y hay algunas que hasta dos”.
Dije que sí. Dio las gracias
y, allí mismo, un apretón
de manos fue el memorable
acto de fecundación
del que, al cabo de unos meses,
nació este libro. Aunque yo…
Perdona, Alfonso querido,
que me ponga criticón
tan inoportunamente:
no es de consideración
que ponga peros al libro
siendo su presentador.
Pero hay algo que… Caramba:
En total, cincuenta y dos
mujeres han desfilado
por estas páginas, ¿no?
A ver cómo digo esto…
Alfonso, válgame Dios,
¡Es que a ti te gustan todas,
impenitente ligón!
Con todas eres amable,
con todas cautivador,
y hasta a aquellas que administras
la Sagrada Comunión
tres, o cuatro, o cinco veces
con la mano del frontón,
les dices “qué lindos ojos”
con mohín de trovador.
Alfonso: tú te has leído
(no me lo niegues, felón)
aquel libro viejo y sabio
que Kierkegaard escribió
y que se llamaba, creo,
Diario de un seductor.
De Esperanza Aguirre glosas
aquel talle embriagador
que inundaba de pecados
el Seminario Mayor
de Donostia, si pasaba
delante del portalón.
Y recuerdas, puñetero,
cómo un guardia la multó
en la playa de Ondarreta:
el hombre se atragantó
al verla en aquel bikini
de tan breve proporción
que el tráfico colapsaba.
¡Si la viese Gallardón,
otro gallo nos cantara,
no me digas tú que no!
Ana Duato te derrite
(no me extraña, vive Dios);
Sara Baras es un junco;
la Pantoja, un ruiseñor
que dio en cantarle al oído
al pobre Julián Muñoz
(gran intelectual, por cierto)
y el resultado, qué horror,
fue que el castizo Cachuli,
el que de pinche empezó,
aprendió a poner la mano,
se hizo sobrecogedor
y hoy le paga el Ministerio
alojamiento y pensión
en lugares nada gratos
a su clase y condición.
De Carmen Posadas dices,
en el colmo de la unción,
que es belleza picassiana.
Bueno, mira… No sé yo
si le va a gustar el nardo
o te va a dar un capón,
porque con Rossy de Palma
la has igualado, melón,
¡y eso es afrenta que en sangre
se ha de lavar, Cristo Dios!
A María Teresa Campos
alabas con tal pasión
que es para pensar, caramba,
que alguna sangre llegó
al río… Gloria Lomana,
colega en la profesión
de contar lo que sucede,
merece tal devoción
de tus devotos quereres
que, de no estimarla yo
como la estimo y conozco,
pensara que en La Razón
buscabas más que palabras
para el libro, so bribón.
A Marta Robles, que es rubia
(y ésa es tu perdición),
le lanzas flores a espuertas
y, transido de emoción,
vas y la llamas “soviética”…
¿No hay un piropo mejor
en un señor de derechas
y juanista comilfó?
La ministra de Defensa,
ya sabes, Carme Chacón,
tan hermosa te parece,
tanto estimas su candor,
que el que sea socialista
perdonas por mal menor.
Y la Reina. Y las Infantas,
que, en tu heroica descripción,
son igual que el Jueves Santo
y relucen más que el sol.
Y así todas, todas ¡todas!,
que no hay mancha ni excepción;
si hasta a la Goiricelaya,
que dejas tendida al sol
a escurrirse como un trapo
del setienesco faldón,
le dices qué bien bailaba
con el txistu y el tambor
antes de que se torciese
como luego se torció.
Alfonso, a mí no me engañas.
A ti te puede el varón
ardiente que llevas dentro,
ibero campeador
que sueña con los conventos
que Juan Tenorio asaltó.
Que si te dejaran suelto
(y no lo permita Dios),
a Sarkozy dejarías
por menguado y por lilón.
Que no eres tú Alfonso El Casto,
más bien El Batallador.
Este libro delicioso
que ahora ve la luz del sol
(y bien sé que es por la tarde,
pero ya me entiendo yo),
está lleno de mujeres,
desde luego, cómo no,
pero allá en el fondo brilla
el retrato de su autor.
Este es un libro de anhelos,
un poemario de amor
oculto bajo una prosa
que no oculta el corazón.
Y es un corazón tan grande,
y es tan grande su valor,
su donaire y su nobleza,
su generosa pasión,
que, Alfonso, no cabe duda:
ser tu amigo es un honor.
Y ahora que todo termina
te pido, Alfonso, un favor:
Haz un libro de señores,
escrito con tanto ardor,
y méteme a mí el segundo…
No el primero, ¡no, no, no!
Que el primero de tus grandes
Es, yo lo sé, Gallar… digo, ¡Iker Casillas!
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