Vivimos en atmósferas adictas a las modas efímeras. Enganchados a lo que acaba de aterrizar en nuestras vidas. Modas estéticas, musicales, culinarias, informativas, lingüísticas… Con ánimo de refrescar nuestro espacio vital, buscamos el abrigo de una nueva piel y rellenamos esos pequeños huecos vacíos. Nos consumimos en la inmediatez. También lo hacemos al hablar.
Un ejemplo: el verbo reflexivo indignar(se). A finales de mayo le otorgamos la etiqueta de “indignados” a las miles de personas que hicieron de la puerta del Sol de Madrid el epicentro físico y emocional del 15-M, una demostración de conciencia crítica colectiva que, con sus aciertos y sus peligros, sigue creciendo y sigue demostrándolo en citas como la del pasado 15 de octubre en varias capitales mundiales. También hemos leído y entrevistado hasta la saciedad a Stephane Hessel, ese despertador de conciencias que va camino de los 95 años. Luego hemos intentado establecer puentes y conexiones entre su libro Indignaos y la naturaleza de un movimiento que hoy respira incluso al otro lado del océano Atlántico. El problema es que ahora, en nuestro país, el verbo en cuestión y todas sus derivaciones se han incorporado de golpe a cualquier conversación. Valen para todo. ¿Por qué hoy en España todo el mundo se indigna con todo el mundo? ¿Los empresarios con los banqueros, los políticos con los periodistas, los periodistas con los empresarios y los ciudadanos con todos los anteriores -especialmente con los políticos-? Un titular al azar: “Los empresarios se declaran <<indignados>> por el <<ninguneo y maltrato>> de Xunta y Gobierno a Vigo” (El faro de Vigo, 25-10-11).
Según los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer (La dialéctica de la Ilustración, 1944), la sociedad moderna tiende a homogeneizar a los sujetos y sus distintas realidades y posesiones: pule sus aristas hasta que lo diferente se convierte en una opción más dentro del sistema social dominante. La meta es el estándar. Todo debe ensamblarse y homogeneizarse: los sentimientos, los productos financieros, la ropa, la comida, las ideas, los derechos… y también el lenguaje. Dicho de otro modo: si todos nos “indignamos” por todo, si el empresario está “indignado” con el político, con el que a su vez está “indignado” el ciudadano, que también es trabajador, si en la esfera mediática ya no hay más palabras para definir las injusticias o el enfado que la indignación, entonces la definición original -la que nació en la puerta del Sol- pierde fuerza y contenido; pierde profundidad y relieve.
Cuenta la leyenda periodística de los primeros años 90 que, en una reunión en el Banco de España, el entonces presidente de Banesto, Mario Conde, comenzó a dirigirse a los invitados diciendo “nosotros, los banqueros”, y una voz con acento seco del norte saltó como un resorte: “No, perdone, los banqueros somos nosotros, usted es un empleado bancario”. El lenguaje -también- es un instrumento de poder.
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