Me encanta esta expresión. Aún no sé si está aceptada por la RAE pero, francamente querida, no me importa, como diría Clark Gable. No he podido encontrar nada mejor que describa mi actual estado de ánimo. Esta nueva etapa de mi vida, tan recurrente, comenzaba a engancharme. Había recuperado la libertad de horarios, la confianza en mí misma y casi había superado el miedo a equivocarme. (Total, me había confundido tantas veces que una más no la iba a notar) Al fin había encontrado un nuevo apartamento. Estaba al lado de la plaza de la Ópera de Madrid, justo encima de un coqueto restaurante cuyos dueños eran encantadores. Una pareja de argentinos que había emigrado a España y que se empeñaban, cada noche, en que tomara una copa de vino con ellos. De momento, me estaba haciendo la interesante pero no creo que pudiera soportar mucho más esta presión. En mi nueva morada me sentía como Mimí la protagonista de La Boheme. Sólo que sin un Rodolfo a mí lado que quisiera vivir la bohemia conmigo. En cualquier caso, no me importaba porque yo, como he decidido titular el artículo de esta semana, ya me había venido arriba. Estaba serena, feliz, tranquila y dispuesta a afrontar todo lo bueno que me deparara este nuevo episodio de mi vida (el 323, sí, pero nuevo al fin y al cabo). Me sentía como en el videoclip Happy de Pharrell Williams. Y es que en mi vida se había producido un giro inesperado de los acontecimientos. Me había convertido en amiga de mis ex, tenía un nuevo apartamento y la primavera había llegado a mi balcón. Estaba decidida a probar cosas nuevas. Así que me apunté a clases de patinaje en el Retiro. Sí, ya me lo ha dicho mi madre, que ya no tengo edad. Bueno eso y que “más me valdría dedicar mi tiempo a encontrar una pareja estable con la que tener una familia decente y convertirla en una abuela entrañable, ya que “no la dejé ser una madre dulce y consentidora”. Ni esta perorata consiguió evitar que me apuntara a las clases. Yo, que soy mucho de comprarme todo el material antes de empezar a hacer deporte, esta vez decidí alquilar los patines. Por si acaso. Aunque me duela reconocer que mi madre tiene razón, ya tengo una edad. Junto con los patines alquilé el casco, las rodilleras, las coderas y la valentía. Y de esa guisa me presenté el pasado domingo en el Retiro. Allí me encontré a otras cinco personas vestidas como yo. Parecíamos una pandilla de Robocops ortopédicos. Mientras esperábamos al profesor nos dio por practicar. Y pasó lo inevitable: me caí de espaldas contra el asfalto. Menos mal que soy española y tengo buenos amortiguadores. Cuando miré hacia arriba vi una mano tendida y una voz que me decía: ¿Está usted bien? Rubio, ojos azules y, para más señas, nuestro profesor. Esto promete. Aún no he decidido si lo dejo o pago el abono anual.
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