Esta secuencia de Network, un mundo implacable (Sidney Lumet, 1976) es una representación impecable de lo que los estudiosos de la comunicación denominan Teoría de la aguja hipodérmica, que considera a los medios de comunicación potentes instrumentos persuasivos que actúan directamente sobre una masa pasiva. Inyectan al receptor un mensaje que genera un estímulo perfectamente calculado: una reacción inmediata de causa y efecto. Salgamos a la ventana y gritemos todos juntos: “Estoy más que harto y no quiero seguir soportándolo”.
Este drama satírico transcurre a mediados de la década de los setenta en el escenario de la peor crisis desde el crack del 29 (ahora sabemos que no, que podía ser peor): la OPEP afloja tímidamente en su pulso a Estados Unidos con el precio del crudo y la recesión ahoga a las clases medias americanas mientras en Vietnam aún arden los rescoldos del napalm, Nixon se lame las heridas por el caso Watergate y a su sucesor en el cargo, Gerald Ford, han intentado cargárselo (dos veces). Este iracundo presentador al que interpreta Peter Finch (ganó el Oscar de forma póstuma) ha sido readmitido en la cadena de la que había sido despedido por anunciar en antena que se suicidaría en directo (en clara alusión al caso de Christine Chubbuck, una periodista que falleció horas después de descerrajarse un tiro frente a la cámara). Su fulminante despido le había colocado en la primera plana de todos los diarios “cuando hay guerras en el mundo y una crisis del petróleo”, como señala la directora de programación a la que interpreta Faye Dunaway (también se llevó un Oscar). Es ella precisamente quien decide rescatarlo de las llamas del desempleo para que canalice su rabia en un programa de máxima audiencia, erigido en un predicador antisistema en un canal nacional. La corporación se apropia del discurso disidente, lo empaqueta en formato televisivo y se lo ofrece a una audiencia de sesenta millones de espectadores en raciones de espectáculo convenientemente dosificadas entre pausas publicitaria que se revierten en millonarios beneficios.
Llamarlo “fagocitosis” sería ennoblecer este proceso con confusa jerga biológica. Llamémoslo “vampirizar”, que es mucho más ilustrativo. A los vampiros, ya se sabe, no les gusta que les hablen de plata. Y si por plata entendemos el sucio dinero, mucho menos. Y a nuestro querido telepredicador, desde su púlpito de líder de audiencia, no se le ocurre otra cosa que mencionar en su sermón una serie de negocios que la corporación ha firmado con los árabes. ¡Los mismos árabes que han subido el precio del petróleo! Así es cómo el presidente de la cadena le reprende:
“Usted es un viejo que piensa en términos de naciones y pueblos. Las naciones no existen. Los pueblos no existen. No hay rusos, no hay árabes, no hay Tercer Mundo, no hay Occidente. Solo existe un sistema holístico de sistemas. Un dominio vasto, inmanente, entrelazado, interrelacionado, multivariado y multinacional de dólares. Petrodólares, electrodólares, multidólares, marcos, yenes, rublos, libras y shekels. Es el sistema internacional de divisas el que determina la vida de este planeta. Es el orden natural de las cosas hoy día. Es la estructura atómica, subatómica y galáctica actual de las cosas. Y usted ha alterado las fuerzas primarias de la naturaleza. Y va a expiar por su falta. Sale en su pequeña pantalla de 21 pulgadas y vocifera contra Estados Unidos y la democracia. Estados Unidos no existe. La democracia no existe. Solo existen IBM, ITT, AT&T, Dupont, Dow, Union Carbide y Exxon. Esas son las naciones del mundo ahora. Ya no vivimos en un mundo de naciones e ideologías. […] El mundo es un negocio. Y nuestros hijos vivirán para ver un mundo perfecto en el que no hay guerras, ni hambre, ni opresión ni brutalidad”.
El mundo es un negocio. Y esta película, producida por United Artists (entonces propiedad de Transamerica Corporation) también lo fue. Además de los dos premios de la Academia mencionados anteriormente, otros dos miembros del equipo alzaron la estatuilla: el guionista, Paddy Chayefsky, y la actriz Beatrice Straight, por un papel de cinco minutos y cuarenta segundos, el más corto de la historia en recibir un premio. Y pasado el tiempo, el filme ha sido incluido en la lista de las cien mejores películas estadounidenses según el American Film Institute y preservada en el National Film Registry de la Biblioteca del Congreso de EE UU. De alguna forma, en el fondo, su satírico retrato de los medios de comunicación asumía la misma contradicción que su personaje protagonista: ofrecía la misma fantasía de rebelión.
“Estamos más que hartos y no queremos seguir soportándolo” y a pesar de nuestra ira no somos más que ratas en una jaula.
El mundo es un vampiro.
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