Hace dos años, cuando publiqué en este blog un post inspirado por una enésima revisión de Network, un mundo implacable, de Sydney Lumet, no existía en la televisión española una situación equivalente que me pudiera servir para ejemplificar la premisa que sostenía en ese texto. Lo rescato ahora como consecuencia de una relectura inesperada provocada por mi rainmaker particular, mi amigo (y periodista) Adolfo Moreno, que hace unos días me escribió entusiasmado después de haber visto el filme.
“Estoy más que harto y no quiero seguir soportándolo”, gritaba el iracundo presentador que encarnaba Peter Finch en aquel filme, un mensaje indignado y disidente con el que el público se identificaba y convertía al programa en un fenómeno de masas. La cadena ofrecía una fantasía de rebelión porque era beneficiosa en términos económicos, no por una verdadera convicción democrática (como queda patente en ese brillante monólogo que cierra la película).
En España, a medida que se recrudecían las consecuencias de las crisis y la Justicia destapaba complejísimos entramados de corrupción relacionados con miembros de los dos principales partidos políticos del país, la indignación y la disidencia crecían en modo exponencial, pero las televisiones no se hicieron eco hasta que no les quedó más remedio. Mayo de 2011, las mareas, la PAH o los escraches fueron curiosidades que las cámaras atendieron en momentos puntuales: unos minutos en el informativo y una discusión superflua en una tertulia, poco más. Hasta que apareció un tipo cuyo discurso, al mismo tiempo agresivo y ordenado, calaba entre un público muy amplio, no solo entre quienes simpatizaban de inicio con sus posiciones políticas.
Como ya expresé en otro post, dudo mucho que la exposición televisiva de Pablo Iglesias por si sola haya logrado que Podemos, el partido del que ahora es secretario general, se coloque en los primeros puestos de intención de voto. Pero es obvio que esa exposición televisiva ha existido y continúa existiendo. Me encantaría pensar que los propietarios y los responsables de programación de los dos grupos mediáticos que se reparten la mayoría del pastel televisivo en nuestro país son paladines de la libertad de expresión, pero soy un fatalista nato y tiendo a pensar que, por el contrario, se debe a razones más prosaicas.
La disidencia tiene una amplia cuota de audiencia y la audiencia garantiza anunciantes. Iglesias y su partido han hecho historia en la política española convencidos de esa certeza mientras que dos canales se han aprovechado de esa convicción para disputarse la atención de los espectadores que simpatizan con el centro-izquierda -un nada desdeñable público objetivo- con la intención de aumentar sus ingresos televisivos.
No se puede discutir la legimitimidad de unos y otros, pero no seamos ingenuos: ni Iglesias ha inventado el agua caliente en términos ideológicos ni las televisiones dan tanto pábulo a todo tipo de posiciones políticas si éstas no engordan el share.
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