Una lucha fratricida que devastó España
La guerra “incivil” que vio Unamuno tras las primeras atrocidades acabó desangrando al país en tres larguísimos años. El bando de Franco fue el vencedor, pero a costa de cientos de miles de muertos y exiliados.
Si algo caracterizaba a la España heredera del siglo XIX era el intervencionismo militar. El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 era el número 52 que se daba en suelo español desde la invasión napoleónica, aunque solo una decena de las sublevaciones había tenido éxito. El intervencionismo castrense era recurrente siempre que se plantease un problema grave a la sociedad española: primero habían sido las revoluciones burguesas en el XIX, solventadas con la Restauración, un periodo de relativa paz que se prolongó desde 1886 a 1923. Pero tras la Primera Guerra Mundial, el mundo cambió y en círculos militares empezó a ser objeto de análisis el cómo impedir el arraigo de la revolución en España.
Oficialmente, el régimen de Franco nunca aceptó que debiese sus orígenes a un golpe o un pronunciamiento, sino a un “glorioso Movimiento Nacional” de fuerzas políticas y sociales. Más allá de los adjetivos que cada uno le quiera poner, lo que se gesta antes del 18 de julio es una conspiración militar. Su jefe debía ser el general José Sanjurjo, exiliado en Lisboa tras un putsch antirrepublicano en 1932. Pero al tercer día de la intentona murió en un accidente de avión cuando iba a ponerse al frente de las tropas sublevadas en Andalucía y Marruecos.
El director y dos generales.
En España, el hombre clave del complot es el general Mola, el director, como se hace llamar entre los conspiradores. Antiguo jefe de los servicios de la Policía bajo la monarquía, fue relegado por el Gobierno del Frente Popular a Pamplona, al frente de una pequeña guarnición, pero es desde allí desde donde lleva a cabo las negociaciones secretas con los carlistas, los tradicionalistas, los falangistas e, incluso, con José Antonio Primo de Rivera, encarcelado ya antes del 18 de julio.
Otros dos generales están llamados a ser protagonistas, Francisco Franco y Manuel Goded. Los dos son héroes de las guerras coloniales, han acabado con la Revolución de Asturias de 1934 y por ello han sido exiliados a Canarias y Baleares, respectivamente, cuando la izquierda alcanza el poder en febrero del 36. El plan golpista es que abandonen sus islas y se pongan a la cabeza de las tropas de intervención. El primero en Marruecos y el segundo, en Valencia o Barcelona.
El golpe empieza en el norte de África un día antes de lo previsto al ser denunciados algunos de los responsables, pero la Legión acaba rápidamente con la resistencia civil y ocupa los principales edificios de Melilla, Ceuta, Tetuán y Larache. Cuando el 18 de julio llegan las noticias a la península, se produce el levantamiento de una gran cantidad de guarniciones, aunque el día solo fue agitado en Sevilla. Allí, el general Gonzalo Queipo de Llano, entonces al frente del Cuerpo de Carabineros, consigue, casi él solo, encerrar a los principales oficiales de la ciudad y ocupar con sus escasas tropas los puestos de mando.
El día 19 es el decisivo. Se crea una cabeza de puente andaluza cuando un tabor marroquí domina Cádiz y ocupa Algeciras, La Línea y Jerez. Pero la atención se dirige sobre todo a Barcelona y Madrid. En la ciudad catalana, las fuerzas militares salen de madrugada hacia la parte vieja para ocupar los centros oficiales, pero aparece un factor sorpresa: cuando los regimientos abandonan sus cuarteles, las sirenas de las fábricas hacen las veces del viejo toque a rebato, se levantan barricadas y los sublevados quedan aislados en Capitanía y otros edificios emblemáticos. Goded, que había llegado unas horas antes desde Mallorca, acepta rendirse al president Lluis Companys.
En la capital, el Gobierno de José Giral, formado en la víspera, decide armar al pueblo. De los 55.000 fusiles distribuidos a toda prisa, 45.000 de ellos tienen sus cerrojos almacenados en el cuartel de la Montaña como una vieja precaución contra los motines. Allí es donde se habían concentrado los falangistas, con el general Fanjul a la cabeza. Una multitud inmensa, anónima, “como una granizada” en palabras del escritor Camilo José Cela, rodea el cuartel donde hoy se erige el templo egipcio de Debod. Algunos de los sitiados sacan banderas blancas, otros empiezan a disparar con ametralladoras. Al final, la rendición se hace en desorden y producen muchas víctimas.
En la tarde del 20, España queda dividida en dos partes. Galicia, tras dudar entre los dos campos, es dominada por los sublevados, mientras que la zona Este, desde el Ebro hasta Málaga, se somete a la legalidad republicana bajo el impacto de los desenlaces en Madrid y Barcelona. En sitios como Granada, Oviedo o el Alcázar de Toledo, las guarniciones logran imponerse, pero quedan aisladas y deberán esperar, durante meses a veces, la victoria de su campo. Además, no solo en el terreno se observa la división del país.
Según datos del hispanista francés Pierre Vilar, las fuerzas en la zona republicana suman tras el golpe 46.188 efectivos, mientras que en la zona sublevada ascienden a 44.026. En cuanto a las unidades de la Guardia Civil, 108 de ellas quedaron bajo el control de la República y 109 se sumaron al golpe, y en los regimientos de Carabineros la proporción es muy parecida: 54 en la zona republicana, 55 en la denominada nacional. Es un empate total. También los generales se dividieron más de lo que se ha creído: 22 de ellos quedaron en servicio en la zona republicana, frente a 17 en la zona sublevada, aunque hay que precisar que 21 fueron ejecutados en la primera y ocho en la segunda, incluidos los juicios que hubo después de la guerra.
Después de los tres días de julio (18, 19 y 20) queda cerrada la fase del pronunciamiento y empiezan a formarse los frentes de las dos Españas. El Gobierno legal dispone de 21 capitales de provincia contra 29 de los sublevados; alrededor de 270.000 kilómetros cuadrados frente a 230.000 de los nacionales; algo más de 14 millones de habitantes frente a 10,5 del otro bando. Las zonas industriales y la mayor parte de los recursos mineros están en la zona gubernamental, que no ha quedado desprovista de recursos agrícolas. Sin embargo, las grandes regiones cerealistas quedan en la zona sublevada.
Los rebeldes quedan sorprendidos por sus fracasos (ninguna gran ciudad, salvo Sevilla, cae en su poder) y el Gobierno central, por sus victorias. Con todo, ningún bando desiste y cada uno cree posible imponerse por la fuerza en cuestión de semanas, a lo sumo. Si es necesario, mediante el uso de la violencia, de ahí que empiecen los fusilamientos indiscriminados en la creencia de que son un mal menor. Uno de los primeros en darse cuenta de la deriva sangrienta es George Orwell, quien en su libro Mi guerra civil española sobre su experiencia en las Brigadas Internacionales anota lo siguiente: “Todos creen en las atrocidades del enemigo y no en las de su bando, sin preocuparse por las pruebas”.
Julio-noviembre de 1936.
Entre el 5 y el 14 de agosto, una columna motorizada de la Legión y de los regulares moros, a las órdenes del teniente coronel Yagüe, se dirige hacia Extremadura desde Andalucía, barriendo resistencias dispersas y campesinos en fuga. Ocupa Zafra, Almendralejo y Mérida, y al llegar a Badajoz se encuentra con una ciudad amurallada en donde las milicias populares se apoyan sobre unidades leales. El combate fue duro y acabó en una carnicería, la primera propiamente dicha de la guerra, que causó una fuerte conmoción en Madrid y en el extranjero.
El 21 de septiembre Franco toma una decisión sorprendente. Hace avanzar a las tropas del general Varela, no sobre Madrid, sino sobre Toledo para liberar el Alcázar, la ciudad-fortaleza donde se habían encerrado unas 800 personas entre guardias civiles, oficiales, falangistas, familiares de estos y rehenes civiles al mando del general Moscardó. La consecuencia de esta operación de prestigio y propaganda es que Franco, que no tenía hasta entonces responsabilidad política de ningún tipo, se convierte en “jefe del Estado” de la zona rebelde.
La ofensiva contra Madrid tarda un mes en gestarse. Apenas hay 70 kilómetros entre Toledo y la capital. Las tropas franquistas alcanzan las inmediaciones el 4 de noviembre tras ocupar Móstoles, Leganés y Getafe. Es el inicio de los bombardeos de Madrid mientras los atacantes empiezan a elaborar los planes de ocupación, depuración, avituallamiento… y el desfile de la victoria. El Gobierno republicano huye a Valencia el 6 y pocos dudan de que Madrid va a caer. Sin embargo, se forma una Junta de Defensa que moviliza conjuntamente a la población y a las milicias. Llegan los refuerzos de las Brigadas Internacionales y las tropas rebeldes no logran romper el cerco, pese a ocupar partes de la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria. La proclama del “¡No pasarán!” que lanza la Pasionaria se convierte “en símbolo mundial de la lucha contra el fascismo”.
Enero-diciembre de 1937.
Franco renuncia a tomar la capital desde el Oeste el 23 de noviembre, pero inicia varias maniobras envolventes por el Este para intentar aislar a la ciudad del resto de la zona republicana. En febrero se produce la batalla del río Jarama, que queda en tablas tras un intento de las tropas franquistas por cortar la carretera de Valencia, y un mes más tarde se produce la de Guadalajara, en la que las tropas italianas de Mussolini tendrían un papel esencial. Tras conquistar Málaga, las cuatro divisiones mandadas por el general Roatta atacan en la Alcarria y sobrepasan las localidades de Trijueque y Brihuega con cierto desorden, pero el IV Cuerpo del ejército republicano y, sobre todo, el batallón Garibaldi, formado con antifascistas italianos contratacan y consiguen poner en retirada a los voluntarios de Mussolini. Una acción muy bien descrita por André Malraux en su libro L’espoir.
La lógica de la guerra hace que los generales rebeldes se vuelvan hacia el Norte. Allí existían dos elementos de resistencia de gran valor simbólico: por un lado, Asturias como núcleo revolucionario; y por el otro, el País Vasco por su afirmación nacional. El 31 de marzo el general Mola dirige un ultimátum de una dureza extrema a los vascos y lanza a los carlistas navarros al ataque. La novedad es la preparación de operaciones de bombardeo para facilitar el trabajo de la infantería sobre el terreno. Fruto de ello es la destrucción de Guernica a manos de la Legión Cóndor alemana, la principal ayuda que dio Hitler a Franco en el transcurso de la guerra. Esta ciudad, símbolo de los fueros vascos, quedó arrasada en una imagen que se repetiría luego con frecuencia por todo el mundo.
Bilbao cayó el 19 de junio después de que el Gobierno vasco rehusase emplear la táctica de tierra quemada, dejando a las fuerzas atacantes todo el potencial industrial del cinturón que rodea esta localidad vasca. La caída de Asturias no fue menos dramática. La situación se hace desesperada a partir del 10 de octubre y Gijón es ocupada el 21 de ese mes. Muchos de los combatientes republicanos se van a las montañas para formar guerrillas y el frente del Norte se desmorona. Es una gran victoria para Franco, aunque ha pasado un año desde el fracaso de Madrid. Demasiado tiempo, pero las fuerzas republicanas no han podido hacer nada para ayudar a asturianos y vascos. Un ataque sobre La Granja, cerca de Segovia (aquella a la que se refiere Hemingway en ¿Por quién doblan las campanas?), no deja de ser una maniobra de distracción. Más importantes son las batallas de Brunete, en julio, y Belchite, en agosto. Con la primera, los republicanos quieren aliviar el frente de Madrid, pero tras el efecto sorpresa inicial, la batalla queda en tablas. En el frente aragonés, el Ejército republicano llega a las puertas de Zaragoza, pero una vez más la ofensiva se transforma en una guerra de posiciones, cuyo único consuelo es la recuperación de Belchite.
Enero-noviembre de 1938.
El Gobierno republicano había dejado Valencia por Barcelona y elige una estrategia militar destinada a contrarrestar toda ofensiva contra Madrid. Por ello, intenta reducir el saliente de Teruel. Las condiciones de batalla en esta ciudad son terribles: montañas abruptas, frío invierno con temperaturas que llegan a los 20 grados bajo cero y unos encarnizados combates calle por calle. El 8 de enero, la República conquistó Teruel, que sería la única capital de provincia que pasaría a sus manos durante la guerra. Sin embargo, Franco no quiso dar sensación de debilidad, dispuso numerosas divisiones en este frente y reconquistó la plaza el 22 de febrero. El desenlace de la batalla dio al bando franquista la oportunidad de lanzarse al Este, llegar al mar y cortar en dos la zona republicana, objetivo que se consiguió el 15 de abril en Vinaroz. En todo caso, los siguientes progresos fueron lentos: la conquista de Castellón costó dos meses y no se pudieron atravesar las defensas alrededor de Sagunto.
El Estado Mayor de Franco quería dar el golpe de gracia al Sureste republicano y planificó un ataque a gran escala contra Valencia para el 25 de julio, pero unas horas antes varias divisiones republicanas atravesaron el Ebro por diversos puntos. El paso del río constituyó toda una sorpresa y el embajador alemán en Madrid, Eberhard Von Stohrer, llegó a advertir a Hitler de una derrota de las tropas franquistas si Alemania no reforzaba su ayuda. Una vez contenidas las fuerzas republicanas, Franco inició una guerra de desgaste para destruir las mejores unidades del ejército enemigo. Por momentos, la batalla del Ebro, la más larga de la contienda, se pareció a la guerra de las trincheras de 1914, y cuando terminó en noviembre, ambos bandos daban síntomas de agotamiento.
Enero-marzo de 1939.
Cuando los nacionales iniciaron la campaña de Cataluña el 23 de diciembre, la cuestión del armamento cobró una enorme importancia. Franco recibió en enero un cargamento alemán de gran ayuda, pero la República se quedó sin el último y más numeroso envío que había hecho la Unión Soviética de Stalin hasta la fecha. Las armas y los aviones despachados por Murmansk quedaron retenidos en Francia y estaban en sus embalajes cuando los republicanos cruzaron los Pirineos.
En Cataluña, por primera vez, las brechas que lograron abrir las tropas de Franco fueron explotadas sin preocuparse por la resistencia local, y a finales de enero cayó Barcelona. Negrín reunió en el castillo de Figueras a 67 diputados de las Cortes y obtuvo su beneplácito para prolongar la resistencia. Sin embargo, el derrotismo empezó a hacer mella en las filas republicanas.
Tras el reconocimiento diplomático del Gobierno de Franco por parte de Francia e Inglaterra, Manuel Azaña dimitió de forma irrevocable como presidente de la República. Su sustituto constitucional, el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, se quedó en Francia, al igual que el general Vicente Rojo. Por su parte, el general Miaja, el héroe de la defensa de Madrid, solo pensaba a comienzos de marzo en el exilio, situación que aprovechó el coronel Casado, jefe del Estado Mayor del frente central republicano, para dar un golpe contra el Gobierno de Negrín con la ayuda de socialistas descontentos, como Julián Besteiro, o anarquistas como Cipriano Mera.
La suerte está echada y nada puede salvar a la República. En Madrid se produce una guerra civil a pequeña escala entre las fuerzas de la izquierda. El 22 de marzo, Casado envía emisarios a Burgos para acordar los detalles de la rendición, pero vuelven con las manos vacías. Franco asiste desde su capital al desmoronamiento de los frentes y el 1 de abril firma su comunicado más famoso: “La guerra ha terminado”.
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