Llevaba muchos años tocando el violín en la calle. Una vez me contó que había nacido en un pueblo desbordante de naranjos y con vistas al mar. En otra ocasión me habló de una malagueña que le dio un hijo y también me explicó cómo la malagueña se fugó con el niño a una gran ciudad yanqui. Tocaba bastante mal el violín, pero se sentía un privilegiado por sacar de quicio a los transeúntes con sus estridentes interpretaciones de las estaciones de Vivaldi. Si le arrojabas una moneda a su cesta de tela, no te lo agradecía. Jamás le escuché una palabra de gratitud. Se creía superior a los demás por ser pobre y miserable. En un bolsillo interior de su americana zarrapastrosa guardaba una fotografía de Osama Bin Laden. Una tarde me confesó que le admiraba. Esa misma tarde se peleó con un jubilado en un bar de Príncipe de Vergara por cuestiones religiosas. La policía se presentó en el establecimiento y pidió a los contendientes que se tranquilizaran. El violinista escupió a uno de los agentes. Un mes después me lo encontré dando de comer a unas palomas. Me dijo que le habían roto una costilla. Parecía orgulloso. Le invité a comer y rechazó la invitación. Pocos días después le vi paseando con una mujer flaca y enferma. La mujer le insultaba y él se reía de aquellos insultos de un modo infantil y siniestro. Me miró a los ojos, pero no pareció reconocerme. Volví a encontrarme con él con la llegada de la crisis económica. Había engordado y vestía ropa limpia y cara. Me confesó que le había tocado la lotería. Le di la enhorabuena y sonrió con placer. Era la primera vez que le veía feliz. Me cogió de un brazo y me convidó a almorzar a un restaurante marroquí. Comimos espléndidas piezas de cordero y terminamos emborrachándonos a base de orujo de hierba. Intentó besarme en la boca. Le aparté de un empujón en el hombro y le aconsejé que siguiera bebiendo educadamente. No me hizo caso y volvió a buscar mis labios. Le agarré de una oreja y le reprendí severamente. No sirvió de nada. Me insultó y me llamó fascista. Varios camareros nos exigieron que pagásemos y que nos marchásemos de allí sin causar más alboroto. Mi acompañante se negó en redondo y empezó a propinar patadas a las mesas. Huí del restaurante en cuanto me fue posible. Hace unos días, mientras caminaba por el Paseo de la Habana, un BMW se detuvo a mi altura y la cabeza del violinista asomó por la ventana del copiloto. Me invitó a dar un paseo en su nuevo coche. Negué con la cabeza y seguí mi camino. Entonces oí varios insultos y varias blasfemias y el coche se puso en marcha con violencia. Me pregunté si aquel fanfarrón seguiría admirando a Bin Laden.
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