Un mundo nuevo y feliz
El mundo moderno es un lugar complicado, a menudo desagradable, frecuentemente cruel y peligroso, en el que impera la ley de Murphy (lo que puede salir mal, saldrá mal) y en el que al ciudadano medio le cuesta Dios y ayuda no ya ser feliz, sino levantarse cada mañana de la cama para enfrentarse a sus ocupaciones. Hay quien no se ve capaz, y de ahí el incremento del número de suicidios en Occidente, sobre todo a partir de la crisis económica. Vivir es duro y a veces imposible. Por eso no es de extrañar que algunos seres humanos se fabriquen un mundo propio, a su medida, sin nada que ver con el real, donde todo es felicidad, alegría, diversión y risa de la buena.
Fijémonos en Pablo Motos, presidente de ese país imaginario, disfrazado de programa de televisión, que es El hormiguero, donde reina una joie de vivre que no se da en ningún otro lado, tanto en el terreno de la realidad como en el de la ficción. A veces parece una guardería infantil, pero no lo es porque en ellas no todos los niños son felices: si entramos en cualquiera, veremos cómo la mayoría de los infantes salta, corre, canta y baila, pero siempre hay algún chiquitín melancólico en algún rincón, pensando en sus cosas y aspirando a una vida mejor. Esos pequeñines tampoco serían bien recibidos en El hormiguero, donde la felicidad no es un derecho, sino una obligación. Cada vez que, zapeando, voy a dar en el programa del señor Motos, me invaden sensaciones contrapuestas. Hace tiempo que dejé de creer que se trataba de un programa infantil que se emitía en horario para adultos, o que se dirigía exclusivamente a disminuidos psíquicos, necesitados de una visión primaria y exageradamente optimista de la realidad. Ahora, simplemente, dudo entre ponerme de mal humor ante tanta alegría tontiloca y carente de sentido o sumarme a ella desde el salón de mi apartamento, cantando a voz en grito La vida es una tómbola, de Marisol, o Livin’ la vida loca, de Ricky Martin. Si me he levantado con el pie izquierdo, me vienen a la cabeza ciertas estrofas del difunto Ovidi Montllor: “Tot aquest mon ja es ben divertit, tan divertit que acabarà en plors (Todo este mundo es muy divertido, tan divertido que acabará en llanto)”; pero en general, lo que siento ante el país multicolor de Pablo Motos es una envidia inmensa, pues yo quisiera ser tan feliz y animoso como él y dejar de ser el cenizo que soy, ese amargado que se indigna cuando al entrevistado de turno, aunque haya descubierto el sentido de la vida, se le trata como si fuese un alegre merluzo más, pues en el planeta Motos todos somos iguales, todos hemos venido a este mundo a hacer el ganso y todos estamos obligados a ser felices, graciosos, frívolos y positivos. O por lo menos, a simularlo durante el tiempo que pasemos en Pablolandia, donde no es que esté prohibida la tristeza, sino que hasta la reflexión está mal vista y la lucidez se revela un lujo imposible para todos los participantes en la alegre pantomima que tanto público concentra ante el televisor.
Y es que El hormiguero es un éxito y solo nos saca de quicio a cuatro amargados como el que esto firma, empeñados siempre en buscarle los tres pies al gato. La gentuza de mi estilo, además, nunca ha sabido distinguir qué es lo que le gusta al público. Cuando el programa del señor Motos inició su andadura, yo le vi un muy escaso futuro. Desde mi equivocado punto de vista, toda esa pirotecnia visual, tan pueril y tan forzada en su supuesto optimismo, no iba a colar en una sociedad mínimamente adulta. Nadie querrá ver cómo traen a un premio nobel, pensaba yo, y le preguntan por Terelu Campos mientras le arrojan un barreño de agua helada por la cabeza. Pero me equivocaba, claro, pues la gente se moría de ganas de ver cómo a un premio nobel le preguntaban por Terelu y lo empapaban de arriba abajo. Y lo que es peor, el premio nobel –o el escritor de turno, o el músico, o el cineasta o el artista o…– se prestaba encantado. Durante un tiempo tuve la esperanza de que el invitado perdiera súbitamente la paciencia y le echara las manos al cuello al señor Motos para proceder a su estrangulamiento, pero nunca sucedió. Por el contrario, algunos famosos acudían una y otra vez a El hormiguero y respondían a las inanes preguntas del presentador, participaban en los ridículos experimentos científicos para supervivientes del Cheminova de mi infancia y cantaban y bailaban y se lo pasaban chachi piruli.
Lo dicho: debo ser un cenizo negado para la sana diversión. Si Will Smith y Tom Cruise pierden el culo para acudir a El hormiguero, ¿quién soy yo para negar la magia de semejante visión del mundo, de tan noble contribución al buen rollo generalizado y, de rebote, a la paz planetaria? Tampoco sé por qué me empeño en ver a un chisgarabís sin excesiva gracia donde los demás ven a un humanista alegre. Definitivamente, hay algo que no funciona en mí. Pablo Motos tiene el aspecto adecuado para presidir el país (o el planeta) que él mismo ha creado para alegría del pueblo español. Es bajito, sí, pero siempre sonríe. Y esa barba rojiza le da un aire de duendecillo optimista, de leprechaun bondadoso, de cachondo admirable al que cualquiera en sus cabales quisiera tener como amigo. ¿Qué es lo que no funciona en mi cerebro para que la felicidad permanente de Pablo Motos me saque de mis casillas?
Y no soy el único al que le pasa, que conste. Tengo una amiga cineasta, especializada en películas duras y emotivas, que ha sido invitada en varias ocasiones a El hormiguero y siempre ha declinado la oferta, para desesperación del productor y alegría de los actores, que disfrutan escuchándose a sí mismos. Puede que mi amiga cuente también con el gen cenizo que a mí me distingue, pero la perspectiva de que le pregunten sandeces mientras le lanzan una bomba fétida o la electrocutan en directo le pone los pelos de punta. Me temo que ambos nos negamos a aceptar que hoy día, en la televisión, todo ha de ser divertido, chispeante, alegre, frívolo, desenfadado y, a ser posible, para troncharse. Somos dos carcamales que echan de menos La clave de Balbín y nunca ven el Millenium de Ramón Colom porque se emite a una hora imposible. Dos fanáticos del rigor, vamos. Dos dinosaurios. Dos aguafiestas incapaces de admitir que el mundo moderno pertenece al gurú Pablo Motos y a sus fieles discípulos: la vida será de risa o no será.
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