Héctor, el encorbatado de Pontejos, resultó ser un tipo muy divertido. Un regalo de viernes por la noche. Inesperado, espontáneo, grato…Después de un par de cervezas y unas cuantas risas, nos despedimos con la típica frase de los españoles: ¡nos llamamos!
Pero casi una semana después ninguno de los dos había llamado al otro. Yo no sabía qué hacer.
No era un amigo, al que puedes llamar con total tranquilidad.
No era un novio, con el que tienes que hablar con cotidianidad.
No era un amante, donde la ley del deseo marca el cómo, el cuándo y el dónde.
Aún no era nada más que un número de teléfono y una pregunta continua en mi cerebro.
Después de varios días haciendo cosas extrañas como volver a Pontejos a por cordón de algodón y pasear por los alrededores por si volvía a encontrarle, decidí reconocer la cruda realidad:
Hola, me llamo Cecilia y soy Héctorhólica.
Una vez hecho el diagnóstico, fue mucho más fácil comprender los comportamientos tan extraños que había tenido en los últimos días. Por ejemplo, mi relación con el móvil. Había pasado de pasiva a obsesiva. No le quitaba ojo. ¡Incluso iba con él al cuarto de baño! Nunca había abierto con tanta atención los sms que me mandaba movistar. Cada sobrecito amarillo en la pantalla producía en mí una inmensa expectación. Mi dedo índice abría cada mensaje con ansiedad, esperando que fuera suyo. Por primera vez desde hacía meses, el sonido del télefono me parecía un canto celestial.
Toqué fondo en mi deseperación cuando le pedí a un compañero de trabajo que me llamara al móvil porque, mentí, no estaba segura de que estuviera funcionando bien. Él marcó el número y, por supuesto, sonó a la primera alto y claro. Pero yo, ciega y al parecer también sorda, insistí.
-“¿Te importaría mandarme un mensaje para salir de dudas?”, le dije de nuevo a mi compañero.
Él, atónito, obedeció. El sms llegó en menos de 30 segundos.
-Je, je, le sonreí como una boba.
La parte cuerda que aún quedaba en mí trató de hacerse un hueco en mi cerebro.
-Lía, me dijo, la ausencia de noticias de Héctor está poniendo a prueba tu autoestima.
Y tenía razón. De repente, empecé a sentirme vulnerable. ¿Por qué no me llamaba?, ¿acaso no le gustaba? Y si no le gustaba, ¿por qué no?, ¿acaso no era lo suficientemente guapa, buena, lista? En ese bucle de preguntas sin respuestas decidí que no sólo sufriría yo. También lo haría mi tarjeta de crédito. Ya que no podía tener a Héctor, al menos tendría un maravilloso vestido de Bimba y Lola, y un precioso jersey de Hakei, y unos estiletos de Fosco y un pañuelo de Day a Day…
Tres horas y dos cientos euros menos después, llegué a casa. Con una copa de vino en la mano, me senté a reflexionar. En menos de una semana había pasado de ser una mujer cabal y segura, a una loca quinceañera, que dedicaba más de la mitad de su día a mirar el móvil y a pensar en un tío al que apenas conocía.
Sucedió en Pontejos, sí, y ¿qué?
En este estado de confusión estuve hasta el pasado jueves, cuando caminando por la calle, cabizbaja, un joven obrero del este me dijo:
-¡perrrrro qué prrrrrrreciosidad!.
Mi reacción normal hubiera sido ignorarle. Pero esta vez me arrancó una sonrisa y desperté de mi tontería hectoriana . Ahí estaba la respuesta. Dolorosa y certera a la vez.
No era posible que un tío al que apenas conozco hubiera dado la vuelta a mi amor propio.
No era posible que me quisiera tan poco y tan mal.
No era posible que la felicidad de una mujer, mi felicidad, se basara en el miedo al rechazo.
Y como no era posible, no lo sería más.
Necesitaba una buena terapia de choque. Mis terapias siempre suelen consistir en subirme a unos buenos tacones, pero hoy era preciso algo más.
Recordé una foto que me hicieron mis padres cuando yo tenía 3 años sentada en una piscina de plástico. En la mano, tengo un patito y miro a la cámara con una sonrisa a lo Bugs Bunny. Obviamente no recuerdo ese día, pero siempre que la miro pienso en lo feliz que era.
Cuando llegué a casa, la arranqué del album y la pegué en la esquina inferior del espejo del cuarto de baño. Me puse en frente. Aquella niña gordita, con rizos y una sonrisa tierna, me miraba. Mi imagen se reflejaba también en él. Esa niña seguía estando dentro. Y a esa niña, yo jamás la haría daño.
Reconciliada conmigo misma, tomé una decisión. Si realmente Héctor me gustaba, debería llamarle y salir de dudas. Quizá no le interesara, probablemente no fuera lo que él buscaba. Sin embargo, el hecho de que no quisiera verme más, no hacía que yo fuera menos mujer, menos guapa, menos profesional o menos poderosa.
Subida en mis tacones y frente a esa niña del espejo, cogí el móvil y marqué el número.
Tras tres tonos, al otro lado descolgó con un “diga”, una voz femenina.
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