EL director del periódico me llamó a su despacho y me preguntó si creía en fantasmas. Le respondí con la primera idiotez que brotó de mi cerebro: “Todos somos fantasmas desde que nacemos, de manera que no hay razón para temer a los fantasmas genuinos”. El director, un hombre orondo, osuno y supersticioso, resopló con indignación y me pidió seriedad. Luego asestó un golpe a la mesa con una mano lechosa y nervuda, se rascó la frente y bramó: “Este es un periódico para gente de orden. Que se te meta esto en tu cabezota”. Le prometí que me tomaría en serio lo que tenía intención de explicarme y me crucé de brazos.
–Quiero que pases una noche en el tanatorio de la ciudad –me anunció acariciándose la perilla–. Las vigilantes del centro se quejan de que durante la madrugada oyen voces y gritos en la planta superior del recinto. Creen que es un alma en pena. No te descojones, Aragón. Esta ciudad está llena de asuntos raros y de gente todavía más rara.
La ciudad a la que se refería mi director era Ceuta. A Ceuta había llegado yo en busca de un miserable empleo de periodista que no lograba hallar en la península. Un periódico de allá me había contratado no por mis supuestos méritos, sino porque era de los pocos idiotas que osaban cruzar el estrecho para encontrar un currelo acorde con su preparación académica. Por aquella época todavía albergaba la esperanza de demostrar a los míos que no me había equivocado cursando la famélica carrera de periodismo. El director miró su reloj de muñeca y dijo:
–Son todavía las siete de la tarde, pero quiero que te vayas antes a casa. Descansa, cena algo y luego vete tranquilamente al tanatorio. ¿De acuerdo? Y si no hay fantasma, invéntatelo.
Me despedí del director, me despedí de mis colegas, me despedí de las cucarachas que velaban como monjas liliputienses la taza del váter y salí a la calle. Era otoño, un otoño con sabor a cuscús rancio. El aire de la tarde empezaba a enfriarse y las gaviotas tertuliaban cerca de los tejados y de las enseñas nacionales que tremolaban con aleteos caprichosos. En las palmeras veteranas del paseo marítimo cabrilleaban los etéreos escupitajos del ocaso. Dos legionarios discutían con un camello argelino junto a una asmática motocicleta al ralentí. El mar se devoraba a sí mismo y, de paso, complicaba la vida a los abnegados ferrys que merodeaban por el estrecho. Las brumas habían borrado la silueta del Peñón y me sentí olvidado por Europa. Deseé suerte a los barcos en sus respectivas travesías y me metí en un local de copas que se asomaba con vocación narcisista a las aguas del Mediterráneo.
Allí, desdibujada por las penumbras violáceas y anaranjadas de aquel antro con trazas de submarino de entreguerras, se hallaba Fátima, acodada en la barra y esnifando una raya de su coca preferida. Fátima, original de Tetuán, era la dueña de aquel establecimiento. Era además madre de dos hijos y exmujer de un policía de Casablanca que le había marcado la cara de un arañazo matinal. Ahora era Fátima la que marcaba la cara a los hombres que se burlaban de ella. Ella era mi única amistad en aquel lugar del mundo. Estaba considerada una apestada, una lunática, una furcia peligrosa por los ceutíes, pero para mí era una encarnación de la Virgen. Me saludó alzando una mano, concluyó su esnifado del alcalino, se alisó las mangas de la chilaba y me sirvió lo de siempre. Lo de siempre era un escocés con dos piedras.
Le conté que debía pernoctar en el tanatorio para averiguar el origen de las extrañas voces que, según las vigilantes, resonaban en la planta superior del edificio. Fátima no creía en fantasmas, pero me pidió que no me burlara de lo invisible y que me encomendara a Alá. Le respondí que me parecían muy sensatos sus consejos, si bien agregué que necesitaba otra copa para presentarme adecuadamente ante los agentes del más allá. Fátima me recomendó otras sustancias para alcanzar un perfecto estado de calma y de clarividencia, pero yo opté por mantener mi dieta de whisky.
A las once y media de la noche, con ciertos problemas para caminar acompasadamente y con dificultades para articular cualquier polisílabo en cualquier idioma, entré en la garita de vigilancia del tanatorio y me presenté a dos mujeres de mediana edad vestidas de uniforme. Eran las vigilantes, pero me recordaron por un momento a mis tías toledanas merendando mantecados junto al portal de Belén. Al calor de una diminuta estufa, las mujeres seguían a través de una pequeña televisión las confesiones de Belén Esteban cuando Belén Esteban todavía tenía nariz. Me ofrecieron un bote de cerveza y acepté gustoso su invitación. Me senté junto a ellas para ver aquel programa de cotilleo y, de vez en cuando, les formulaba alguna pregunta acerca del dichoso fantasma. La más mayor, quien llevaba el pelo recogido en un moño galdosiano, me dijo:
–A partir de la una de madrugada se me pone el alma en vilito.
–¿Y qué coño pasa la una?
–Pues que una voz como angustiona gime: “Os voy a joder. Os voy a joder”.
–¿A joder? ¿Está segura de que ese fantasma quiere realmente joder?
Ambas vigilantes asintieron. Supuse que me estaban tomando el pelo admirablemente. Quizá estaban tomando el pelo a toda la ciudad y nadie se atrevía a denunciar aquella mascarada por razones políticas y sindicales. Apuré el bote de cerveza, me disculpé y me dirigí a la planta superior con el fin de averiguar en qué sentido empleaba la palabra joder el hipotético espíritu. No quedaba ya ningún visitante en el recinto, de manera que podía campar a mis anchas por cualquier rincón del tanatorio. La planta superior era una suerte de galería circular que coronaba el rectángulo del edificio.
Tras refrescarme la frente y la nuca en un cuarto de baño vedado a los bichos, entré sigiloso en una de las salas velatorio donde reposaba uno de los cadáveres de la jornada. Espoleado por el alcohol ingerido, encendí la luz y me acerqué a la cámara mortuoria y examiné a través del cristal una cara amarilla y educada, una cara de mujer joven que perdía con celeridad su identidad, su sexo y su elocuencia. Me pregunté qué le habría sucedido a aquella bella durmiente para acabar tan prematuramente en el teatro más silencioso del universo. Arrimé una silla a la cámara mortuoria y me senté frente al ataúd circundado de flores. Durante un par de horas estuvo narrando mi vida a la difunta. Le confesé que no me veía con fuerzas para ser un buen monógamo. Le dije que me gustaban sus cabellos rizosos y brunos como ala de corneja. Le manifesté mi deseo de verla algún día en un sueño menos breve y menos frágil…
Entonces la muerta abrió los ojos y me invitó a que yaciera con ella en el interior del ataúd. No me pareció mala idea su ofrecimiento y me dispuse a atravesar el cristal que separaba nuestras humanidades. Sin embargo, en ese momento desperté, babeando, la garganta agostada, las costillas dolientes. Oí una respiración cerca de mí. La vigilante del moño me observaba con suspicacia y temor.
Quince horas después escribí un reportaje plagado de burdas invenciones. Escribí que en el tanatorio de Ceuta residía una presencia rara e infernal que requería de la investigación de expertos en parapsicología. Escribí que una voz gemebunda y desgarrada amenazaba con sodomizar a cualquier intruso maleducado. Mi director me felicitó. Nadie de la ciudad había creído íntegramente mi crónica, pero casi todos estaban agradecidos de que un forastero hubiera confirmado sus fantasías y sus supersticiones. Abochornado por mis mentiras, me refugié varios días en el bar de Fátima. Cuando salí de él, me sentí como un pesado y avinagrado bufón que emprende el regreso a palacio para seguir entreteniendo a su monarca.
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