Una de las cosas que peor llevo de Mateo es su afición por el deporte. No estaba tan enganchado como alguno de mis ex-, de cuyo nombre no quiero acordarme, pero era tremendo. Este fin de semana se le había ocurrido la feliz idea de irnos los cuatro, él, Sebastian, Tarzán y yo a correr juntos por el Retiro. No pareció entender mi cara de circunstancia porque fue más allá al proponer que deberíamos correr la San Silvestre Vallecana. En fin, no me malinterpretéis, pero no entiendo el beneficio de hacer running: sudar, latidos cardíacos fuera de lo normal, colores ácidos que no te ponías desde los quince años. Por no mencionar mi aversión al chándal. Hasta el otro día. Mateo, para intentar sembrar en mí la semilla del ejercicio y la vida sana, me llevó de compras. Yo ya le dije que no podía salir a correr de cualquier manera y, por supuesto, nunca sin mi maquillaje. Así que ahí estábamos: él, yo y un vendedor que parecía sacado de la movida madrileña. Al parecer era muy amigo de Mateo y estoy seguro de que por él incluso podían ser algo más que amigos.
Nunca pensé que unas mallas negras apretadas de 10,90 € y un top de 7,50 € en color rosa palo pudieran hacer más por mi relación con Mateo que unos Altuzzarra. ¡La de dinero y tiempo que nos podríamos ahorrar las mujeres si conociéramos mejor los gustos (simples) de los hombres! El problema vino después, con las malditas zapatillas de running. Creo que hay más tipos que gin tonics en los bares. ¡Es increíble! pronadores medios, leves y severos, supinadores neutros, según el ritmo de la carrera y luego están las baratas. En fin, yo no quería parecer una tacaña, pero no le veía sentido gastarme el dinero en unas zapatillas a las que no iba a sacar a la calle más que un día y por compromiso. “Ya verás”, me decía Mateo, que esto engancha. Yo a lo único que estoy enganchada es a los zapatos y a estas zapatillas no les veía ni el glamour, ni los tacones por ningún lado. En fin, al final me decidí por unas de precio medio, que tenían un bonito adorno en el lateral, pese al enfado de la loca de la dependienta, que no paraba de insistirme en “ésas no son para ti, cariño”. Elegido el equipaje, allí estábamos el domingo por la mañana. En pleno Retiro y sin apenas un café en el cuerpo. Y yo haciéndome la fuerte para que Mateo no notara mi torpeza deportiva. Sabía que no iba a durar más de cinco minutos de carrera, pero al menos tenía a Tarzán como excusa. Mateo era grácil, veloz, así que tardó pocos minutos en dejarme atrás. Yo ponía de excusa a Tarzán, pero el capullo (por no decir algo más fuerte) de mi perro, decidió seguir al de Mateo, en un claro intento de boicotearme mi estrategia. A los diez minutos, con calambres en sitios de mi cuerpo que desconocía, decidí que les esperaba en un banco sentada, jugando al candy crush. Eso sí está hecho para mí y no el deporte.
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