Un colgado
Goretti Cortina León
Su vida se mueve entre el cielo y el suelo, pendiente de unas cuerdas y de la maña para desenvolver un oficio en esta tesitura. Un colgado, que prefiere la cuerda al andamio, durante seis horas para restaurar edificios obligan uno a ver la vida desde otra perspectiva.
Este joven madrileño ha hecho de una afición, que comenzaba a los 15 años, su trabajo. En definitiva, un empalme que se transcribe en una “una forma de vida”: edificios, durante la semana, y montaña, para el fin de semana.
La verticalidad comenzó a dominar su jornada laboral en 1998 –y hace un año y medio le trajo a León–. De aquella, se trataba de un oficio que contaba con las ventajas de un trabajo de riesgo y que ahora se encuadra en el convenio de construcción: “Ganaba más en 1998 que ahora”.
El dolor de riñones se ve compensando con “estar colgado todo el día y el ambiente con los compañeros”, que en su mayoría también comparten la escalada. Sin embargo, la dureza y el riesgo, que se aprecia desde fuera, se tapa con las relaciones entre los colgados, sus conversaciones y el ritmo que consigue la obra.
Hace unas semanas, él y sus compañeros de la compañía ‘Ciudad vertical del norte’ terminaban de pintar un patio en San Mamés. Manchados de pintura, llenos de arneses, con la tabla –que hacía las veces de asiento–, y con todo el equipo de seguridad subían por el ascensor, salía por el tejado, se colagaba, pintaban y cada par de horas bajaban. Un descanso y otra vez. Era como un día en el monte, escalando, salvando las diferencias: cinco pisos, 20 botes de pintura –como mínimo– y un sol excesivo que dejaba huella en con su reflejo en la pared blanca –su compañero Fidel lo supo bien, sugiriendo al madrileño la generosidad de unas gafas–.
Y a las 11:30 horas… bajada y la hora del bocadillo.
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