JAVIER Gurruchaga afirma que “la cultura en España es el último mono”. Parece claro que al gobierno de Rajoy el destino de la cultura (o de un determinado modelo de fomento de la cultura) le importa lo mismo que la preservación de los elefantes del Sudán. No parece menos claro que hay un tipo de profesional del espectáculo y del ocio en nuestro país que se consagra a entonar lamentos y jeremiadas en cuanto el maná de la subvención y de la ayuda pública no penetra en la boa constrictor de su bolsillo. Gurruchaga ha sacado disco nuevo y por esa razón está concediendo entrevistas a periódicos de respetable tirada. Nos alegramos por él, por sus amigos y por sus admiradores, pero, ¿es así como se trata a un último mono, promocionando sus ocurrencias y composiciones en los papeles? Que no se oficie de primer mono no significa que se oficie de último. No entiendo mucho de monos, pero abrigo la certeza de que los últimos monos en España no tienen voz ni techo ni una básica despensa ni un hombro en el que llorar a gusto. Por no tener, los últimos monos en España no tienen ni fuerzas para andar quejándose todo el día como hacen algunos faranduleros inamovibles de la música y del cine que cifran la supervivencia de la cultura española en la supervivencia de ellos mismos.
Quienes han recibido muchos mimos sociales y crematísticos son proclives a denunciar una conspiración contra ellos tan pronto como no son el centro de atención. Hay seres que no toleran ejercer de secundarios por unos meses. Es algo que tienen en común algunos obispos y algunos gays. Si celebrásemos una convención de españoles que se sienten tratados como el último mono, habría que ocupar media península ibérica para dar acomodo y sustento a todos los asistentes. España es uno de los países con mayor densidad de adolescentes con más de treinta años. Todos tenemos derecho a pregonar que nadie nos quiere, que nadie nos comprende, que el sistema y sus lacayos persiguen nuestro talento, incluso nuestro genio. Todos, en fin, tenemos derecho a la pataleta. Sobre todo en tiempos de crisis económica, política, emocional o fálica. Pero no todas las pataletas merecen las mismas lágrimas ni los mismos plañidos, pues no todas son el preludio a una catástrofe.
“Dos monos en la jungla”, Henri Rousseau
Hace dos meses (o un mes y tres semanas), un pensador con bastante pegada editorial se quejaba pomposamente en un artículo de la corrupción que corroía la política. También ponía en entredicho las políticas educativas y culturales del gobierno del PP. Un amigo mío me leyó ese artículo y le dije que suscribía casi todos aquellos tópicos. Mi amigo se enojó levemente por mi falta de entusiasmo ante las categóricas palabras del ilustre denunciante. Le expliqué a mi amigo que no podía entusiasmarme por los sermones sociológicos y morales de un pensador que no escribe sus propios libros. Añadí que no admito lecciones de alguien que delega la redacción de sus ideas a un equipo de negros. Mi amigo me acusó de ser un perfecto calumniador gangrenado por la envidia; no sabía que yo había sido compañero sentimental de una de las negras del inapelable pensador. Y añadí, como ahora añado, que en el llamado mundo de la cultura hay bastantes personas honradas, pero que también proliferan las que plagian textos ajenos, las que amañan premios y concursos mientras aseguran y prometen transparencia proverbial, y también las que fomentan el sectarismo intelectual y la endogamia estética y ética. Eso sí, son algunos de esos estafadores culturales los más rabiosos y victimistas a la hora de reclamar honradez a los piratas del poder y en exigir al gobierno más atenciones y más ayudas a la cultura, que es su cultura. No creo que la sociedad española vaya a echarlos de menos si el agujero negro de las crisis los succiona para siempre. Entendería que hubiera luto nacional por la quema de un Velázquez o por un incendio devastador en la Biblioteca Nacional. No entendería que lo hubiera por tantos burócratas del ocio y del espectáculo que dicen ser los últimos monos de un país. Cuando uno se mira tanto el propio ombligo, acaba creyéndose el más desdichado.
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