No es ningún misterio. Es solo una paradoja de la globalización capitalista.
Todo empieza con una novela anticonsumista, rebelde, radical y reaccionaria, que acaba devorada por un gigante del sistema que la convierte en una superproducción protagonizada por una estrella de Hollywood que cobra millones de dólares por cada palabra que escupe frente a una cámara. Un adonis que nos dice, convencido, que “lo que posees te acabará poseyendo”, poco después de cobrarnos la entrada del cine. Y un cubilete de palomitas, un vaso extra-grande de Coca-cola y el tique del parking donde has estacionado el coche que ha consumido varios litros de carburante árabe para traerte hasta esta multisala de extrarradio incrustada en un centro comercial.
La rebelión antisistema se reduce a una catarsis calculada en un estudio de mercado, una explosión controlada en el interior de una sala oscura e insonorizada. Una liberación que nos permite volver, desfogados y domables, a nuestro apartamento de treinta metros cuadrados, a la hipoteca de interés variable, al alquiler desorbitado, al sofá Stockholm, frente al televisor grande que te cagas colocada sobre un mueble Besta Jägra.
El novelista, ya nunca más desconocido, es una superestrella de la literatura americana y la película es un clásico moderno. Un film de culto para filósofas con el flequillo pegado a la pasta de sus gafas y una paranoiaqueloflipas para chulos de barrio que combinan sin reparo chándal y gomina. Una bocanada de aire adolescente para padres de familia que dejaron de ser hippies, pero no de ser palizas, y una acertada reflexión sobre la crisis de valores del mundo occidental para pijas que empuñan bolsos de Carolina Herrera.
El mensaje queda diluido en un aforismo. Un mantra que la filósofa del flequillo te repite al oído para llevarte a la parte de atrás de su coche tuneado. La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados, te susurra, y tú le suplicas que te haga suyo.
No somos nuestro trabajo, no somos nuestra cuenta corriente, no somos el coche que tenemos, no somos el contenido de nuestra cartera, no somos nuestros pantalones: somos la mierda cantante y danzante del mundo, escribe la pija en un whatsapp que recibe el mascachapas del pelo como un cenicero.
A otros, empero, les seduce la idea de partirse la cara por puro nihilismo ocioso en el que proyectar cada frustración en un croché en el pómulo de ése, en un rodillazo en los testículos de aquél, en una patada voladora en el seno izquierdo de aquella otra. Jugar por jugar, sin tener que morir o matar. Se reunen los fines de semana para darse canela en rama y se juran no contárselo a nadie. Pero todos acaban rompiendo la primera regla del club: nadie habla del club. Y el secreto corre de boca en boca como la mononucleosis.
Y así, en un sótano, descamisados, con la mirada tumefacta, el tabique demolido, los dientes partidos y la sangre corriendo por las comisuras, no hay diferencia entre el filólogo que repone latas de conserva en el súper del barrio y el oficinista soltero que las mete en su carro de la compra. Entre el juntaletras analfabeto y la broker que se guía de sus opiniones para apostar todo el dinero de sus clientes al veintiuno rojo. Entre el jardinero que corta el césped preocupado por sus inversiones y el Jefe de Estado designado por la gracia de Dios.
Entre tú y yo.
Y si te han reventado el careto a hostias, en el curro zanjarás las dudas afirmando que te has comido una puerta.
¿Quién es Tyler Durden? dices mientras clavo
en tu párpado mi puño.
¡Quién es Tyler Durden! ¿Y tú me lo preguntas?
Tyler Durden eres tú.
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