El drama comenzó el 12 de junio, una media hora antes de que comenzase el partido de fútbol entre Argentina y Nigeria. Estaba yo en casa sentado ante el ordenador. No me gusta mucho el fútbol, más bien me aburre, pero comprendo que un campeonato mundial es algo que provoca tremendas descargas de adrenalina en cientos de millones de personas. Así que mi actitud ante un Mundial es de serena resignación. Felicito, sonriente, a los hinchas del equipo vencedor. Trato de consolar, en la medida de lo posible, a quienes iban con el que perdió. Eso, digo yo, se llama ser afectuoso y solidario, pero la verdad es que me importa un pimiento quién gane y quién pierda… a no ser que juegue España, claro. En ese caso se me alteran los nervios (tampoco mucho, la verdad) con el ardor guerrero que vibra en tantas voces; y, de amor patrio henchido el corazón, me pongo de parte de los míos. Como se debe. Supongo.
Pero no me despisto, les hablaba del drama. Empezó, ya dije, el día del partido entre Argentina y Nigeria. Las cuatro de la tarde serían. Mi voluntad de contestar correos electrónicos se vio repentinamente estorbada por algo que no sabía bien qué era. Un sonsonete, un ruidito, algo como una trifulca de gatos o un disco rayado que venía de la calle y que, al principio, sonaba lejos, flojito. Traté de no hacer caso, pero fue imposible. Intenten ustedes escribir algo cuando el vecino tiene puesto un disco rayado. Además, aquello crecía: el ruidito pronto se transformó en ruido, y el ruido en estrépito, y el estrépito en un coñazo insoportable. Estaba por levantarme del sillón y asomarme a la ventana cuando, sin más, sin aviso previo, el latazo cesó. Yo no sabía por qué, pero me dio igual: volví a ensimismarme en los correos.
Se reanudó exactamente 45 minutos después. Puñetazo en la mesa, se cayeron al suelo, despavoridos, todos los bolis. Puse atención: en realidad se trataba de algo rítmico… quiero decir, más o menos rítmico… en el que intervenían voces humanas, o que parecían humanas, y algo semejante a un instrumento de percusión. ¿Un bombo? No. ¿Un mono golpeando un tambor? Quizá, pero se trataba de una secuencia sonora que duraba entre veinte y veinticinco segundos y que se repetía una y otra vez, una y otra vez, hasta la extenuación. Por lo menos hasta mi extenuación.
Cuando por fin me asomé a la ventana lo comprendí todo. En mi calle, a pocos metros de mi portal, hay un restaurante argentino que yo ya conocía y que se llama Clericó. Se come allí bastante bien. Por alguna razón que desconozco, tres o cuatro sujetos se habían reunido en la acera de enfrente del Clericó, por donde apenas pasaba nadie, ataviados con camisetas a rayas blancas y azul claro. Uno de ellos transportaba, efectivamente, un tambor de notables dimensiones.
Y lo que estaba intentando aquella pobre gente era cantar. En serio. En una calle desierta, donde nadie les hacía el menor caso, se apoyaban en la pared y repetían, repetían, repetían a grito pelado una letra que no fui capaz de descifrar entera, pero que venía a decir algo así: “Argentina, Argentina, / vamos, vamos… (ininteligible) / Yo te sigo a todas partes, / cada vez te quiero más”.
¿Era una canción? Desde luego que no. Por lo menos, no en las voces de aquellos pobres, porque una canción tiene música y los chalados de la camiseta a rayas demostraron ser absoluta, radicalmente incapaces de expelir por aquellas bocas algo ni remotamente parecido a una nota musical. Ninguno de ellos tenía más oído que una torrija. Eran nada más que gritos, eso sí, tremendos. Ah, y el del tambor. Ése era el peor de todos. Supongo que sería completamente sordo: de otro modo no se explica la arritmia con que arreaba de estacazos a aquel trasto, que no tenía, el pobre, la culpa de nada. Baste una imagen: Manolo el del Bombo, comparado con aquel salvaje, sería percusionista en la Filarmónica de Viena.
Comprendí la estrategia pocos días después, en el segundo partido de Argentina, cuando los chicos de Maradona le calzaron cuatro goles a Corea del Sur. Estaba claro: los cafres de mi calle, los de la camiseta a rayas, se reunían ante el Clericó media hora antes de que comenzase cada encuentro y se ponían a vociferar. Luego entraban a ver el primer tiempo. Volvían a salir en el descanso y se reanudaba la catástrofe: “Yooo te sigua toa parteeee, caaaada vé te quiero máaaa”, pom, pom, popóm, pom, potopón, una y otra vez, una y otra vez, ¡¡una y otra vez!! Callaban durante el segundo tiempo y, al término del partido, tercera sesión de alaridos, que duraban ya hasta que les daba por irse. Si les daba.
Empecé a preocuparme de verdad por el Mundial de fútbol. Fechas, partidos, resultados. Y comencé a buscar algo que hacer, muy lejos de mi calle, cada vez que jugase Argentina, porque estaba clarísimo que si me quedaba en casa acabaría a patadas con los muebles. Siento decir esto del país que regaló al mundo a Borges, a Cortázar, a Astor Piazzolla, a Carlos Guastavino, a Alberto Ginastera, a Walter Canevaro, a Roberto Fontanarrosa, a Quino y Mafalda, a Les Luthiers y a Hernán Casciari, pero empecé a desear con verdadera furia que alguien me hiciese la caridad de eliminar a Argentina del Mundial. Ah, nipadiós. Se ventilaron a Grecia y a México. Yo me desesperaba: ¿Por qué mentía aquella gente del Clericó con tanta desvergüenza? ¿No se cansaban –qué carajo se iban a cansar– de repetir que seguían a Argentina a todas partes? Bien, y entonces ¿por qué coño no se movían de la ventana de mi casa? Y si era verdad que “cada vez querían más” a su selección, ¿no habría sido mucho más lógico y romántico, ya que hablamos de amor, ir a repetírserlo a la puerta de la Embajada, al consulado de Argentina en las islas Galápagos o, ya puestos, a la misma Suráfrica, joé, que allí nadie le iba a extrañar su melodiosa tonada entre tanta vuvuzela?
Pues no. Quietos allí, como perros de presa, en mi indefensa calle.
LA VENGANZA
Ruego a mis amigos argentinos, que son muchos, que me perdonen, pero la tarde del sábado pasado, 3 de junio, llegó mi venganza. A las cuatro, Alemania-Argentina. Los locos de la camiseta y el tambor se presentaron ante el Clericó a las tres y cuarto de la tarde y empezaron con su monserga insufrible, cadavetequieromáaaa. Yo callaba. A las cuatro, como estaba previsto, el martirio se interrumpió. A las cinco menos cuarto, cuando salieron de sus huras y reanudaron la murga, yo ya sabía que Alemania iba ganando por uno a cero. También callé: esperaba una dosis aún mayor de decibelios, y eso fue lo que llegó. Ya se sabe que cierta gente está convencida de que puede cambiar el futuro a base de, entre otras muchas cosas, hacer ruido.
Pero a las cinco y media, cuando los cuatro goles alemanes, como cuatro cañonazos, ya descansaban en el casillero del equipo de Maradona y en las exiguas meninges de los tipos de la calle, puse en marcha mi plan: descolgué de la pared el altavoz del equipo de música y lo saqué a la ventana. Luego me conecté al Spotify, puse el volumen al máximo y de di al play. Como un trueno, como el descenso de los dioses vengadores desde el cielo, como una catástrofe salvadora y feroz, la calle entera crujió (es que son 120 watios) con el Himno Nacional alemán en la interpretación de la Regimental Band of the Coldstream Guards, dirigida por el Mayor Roger G. Swift. Es la que más platillos y trompetas tiene de todas las que había preparado.
Temblaron los cristales del edificio. Los tipos de abajo, al principio, se quedaron pasmados, pero en menos de dos segundos se entabló un duelo acústico en el que hubo de todo menos piedad. Los gañanes, dale que dale con el tambor y los alaridos y los insultos (supongo que terribles, pero no se oía nada ya), y yo venga a repetir, implacable como una ópera de Wagner, el marcial y apoteósico himno de Alemania, Einigkeit und Recht und Freiheit / Für das deutsche Vaterland!, que procede, como todos ustedes saben sin duda, de un delicado y sutil cuarteto, llamado El Emperador, de Franz Joseph Haydn. Aquello duró como hora y media. Conste que gané yo, ¿eh? No podía ser de otro modo: a ellos, gritar y aporrear el parche les suponía un esfuerzo físico. Yo no tenía más que darle un toquecito medio despectivo, con el dedo, al ratón. Gané yo aunque, si hay que decir la verdad, la paz sonora la puso un coche de la Policía Municipal. Cuando llegaron a toda pastilla, con la sirena a gritos y sin duda avisados por los vecinos, los del tambor huyeron como hinchas que lleva el diablo y yo guardé el altavoz con cara de no haber roto un plato en mi vida.
Primera conclusión: lamento muchísimo el disgusto que se han llevado mis amigos argentinos por la contundente eliminación de su país. Y lamento muchísimo más que me sea de verdad imposible, y sólo por esta vez, ser del todo sincero en ese primer lamento.
Segunda conclusión: algo me dice que va a pasar bastante tiempo antes de que yo vuelva a poner los pies en el restaurante Clericó. Estoy casi seguro de que se quedaron con mi cara. Y miren que lo siento, porque se come que da gloria.
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