Cuando decidí romper con Jairo sabía que lo que vendría después no iba a ser fácil. ¡Pero no que fuera imposible! Apenas habían pasado 7 días, 12 horas, 38 minutos y 15 segundos, y estaba desesperada. No había vuelto a saber de él. Confíaba en que tras mi plantón, él me escribiera algún sms, un WhatsApp, un “¡vuelve conmigo, estoy desesperado, no puedo vivir sin tí!” Vamos, lo típico. Pero lo único que recibí fue silencio: un asqueroso y molesto silencio.
Si habitualmente miro el móvil 30 veces al día, ahora lo hacía 300. Como si por mirarlo más, Jairo fuera a escribir antes. Cada vez que me llamaba mi madre, la persona-además de mí misma-con la que más tiempo hablo, la cortaba rápidamente con cualquier excusa para dejar la línea libre. ¿Y si él me llamaba y yo comunicaba? Eso sería dramático porque, en mi delirio irracional, pensaba que ya no volvería a llamar más y habría perdido mi tren, bueno Jairo era más de avión. Así que mis conversaciones con mi progenitora y, en general, con todo el mundo se limitaban a lo siguiente:
-Sí, respondía yo seca y cortante.
-Hola Lía, qué tal, cómo va todo, hace mucho que bla,bla, bla- se oía desde el otro lado del teléfono, una voz simpática, agradable, cercana, que nunca era la de Jairo.
-¡Uyyy!, no puedo hablar que estoy en un sitio con poca cobertura, se corta, se corta zanjaba yo.
La cobertura era una mentira a medias, una cruel metáfora de mi situación. Porque lo cierto es que estaba en un pozo sin fondo, en el oscuro abismo. Pero quedaba mucho menos dramático-y yo menos expuesta-si lo decía de esta manera. De hecho, me preguntaba si cada vez que alguien comentaba “tengo poca cobertura” no se trataba en realidad, de un “me han roto el corazón”. Es curioso como en la vida aprendemos muchas cosas, pero nunca a recuperarnos de un fracaso amoroso. Te han podido romper el corazón mil veces que si te lo vuelven a partir, es como si fuera la primera. Entonces, ¿de qué sirve pasarlo tan mal?
Me hacía todas estas preguntas para distraerme. Porque me moría por llamarle, por escribirle un mensaje, por saber si sufría, si había aprendido la lección y estaba desesperado por volver conmigo. Eso era lo que yo deseaba. Pero no iba a suceder. Debía ser coherente con mi decisión. Pensaba que al dejarle yo, me dolería menos. Pero la única sensación que tenía en mi cerebro era la de “tonta” y me culpaba por haberme hecho caso. Porque, ¿desde cuándo hacemos caso a la parte racional de nosotras mismas? Se hace caso a los padres, a los amigos, a los jefes, a los mayores, pero no a una misma.
Quería tirarme de los pelos, pero acababa de venir de la peluquería. Dos horas y 40 euros menos no sólo no habían conseguido subirme la autoestima, sino que me habían dejado un aspecto similar al de la Duquesa de Alba.
Para evitar tentaciones borré su número del móvil. También eliminé el de la peluquería. No servía de nada porque me lo sabía de memoria, pero cuantas menos facilidades mejor. Hay una cosa aún peor que romper con alguien. Romper con alguien en periodo de rebajas. Así no sólo sufre tu corazón, sino también tu bolsillo. Después de darme una vuelta por las tiendas y comprar un montón de cosas bonitas y absolutamente necesarias, como zapatos, Jairo se me había casi olvidado. Hasta que impulsada por una inercia estúpida acabé yendo a todos los sitios en los que él y yo habíamos estado alguna vez. Es más, veía Jairos por todos los lados. Si me cruzaba con cualquier hombre alto y moreno, pensaba que era él y el corazón me daba un vuelco. Mis alucinaciones eran alentadas además por mi miopía, lo que hacía que fuera mucho más seguro quedarme en casa. Me di cuenta cuando paré al tercer hombre moreno y alto y le dije por detrás:
-¿Jairo?
Él, dándose la vuelta, respondió:
-Por ti puedo ser Jairo, Ramón o el que quieras.
Pero esta vez no me valían falsas imitaciones, necesitaba al verdadero. Así que volví a casa, con mis zapatos, sin noticias de Jairo y con el teléfono de un tal Andrés, al que además podía llamar como quisiera. Desde la seguridad de mi sofá, animada por dos tequilas y un test del Cosmopolitan, me dije a mí misma que no pasaba nada si le enviaba un mensaje. Total, ¿qué daño podía hacerle ya a mi maltrecha situación? Y como una yonqui del amor, empecé a escribirle cuando recibí otro.
Era de Arturo.
Comentarios recientes