El candidato Rubalcaba, de mitin en mitin preelectoral y a la desesperada, proclama: “Hay una resignación en la izquierda a que los recortes son imparables. No es así”. Es la última esperanza de los socialistas, que llama al voto del temor a la tijera en el gasto público, que ya utilizó Zapatero, y que no tendrá más remedio que volver a usar el próximo Gobierno. Y si Rubalcaba lo encabezara, tampoco le quedaría más remedio que hacerlo, por mucho que ahora diga lo contrario. Las palabras del candidato del PSOE se inscriben en una larga y peligrosa tradición política de prometer lo imposible cuando las expectativas de alcanzar el poder son mínimas. Los problemas llegan, si embargo, cuando se produce la sorpresa, como ocurrió en 2004 con José Luis Rodríguez Zapatero. Es tiempo de tijeras, porque como acaba de decir José Blanco, “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Sucedió en tiempos de Aznar, pero en el capítulo del gasto público todo empezó a desmandarse en la primera legislatura de Zapatero. Como había abundancia, muy pocos repararon en unos dispendios que ahora hay que cortar de raíz. Eso sí, unos más que otros y la sanidad pública, diga lo que diga Rubalcaba, y gobierne quien gobierne, está garantizada. Eso sí, algunos se quejarán de su calidad y de que es o será menos buena. Quizá, por alguna razón sorprendente la sanidad pública española ha sido demasiado idealizada, cuando desde hace tiempo –y con diferentes gobiernos- presenta carencias que tal vez ahora comiencen a ser más evidentes.
Cataluña, que lleva el calendario político adelantado porque hubo cambio de Gobierno hace poco menos de un año, dejará con servicios poco más que mínimos los principales hospitales en diciembre, durante la semana del puente de la Constitución y de la Inmaculada. La Generalitat anuncia cierre de consultas externas, quirófanos y otros servicios, salvo urgencias, claro. La razón es económica. Hay que cuadrar unas cuentas que presentan agujeros por todas partes y con esta medida se intentan realizar ahorros de unos 70 millones de euros. La decisión y la medida es tan polémica como antigua, en Cataluña como en el resto de España, aunque quizá hasta ahora no haya significado ahorros. Cualquier usuario de la sanidad pública –sobre todo si se trata de la hospitalaria- habrá comprobado desde hace bastantes años cómo durante los puentes –y también en fechas como Navidades o Semana Santa- los servicios hospitalarios quedan muy mermados. Desde los especialistas médicos hasta el personal auxiliar –médico y no médico- disfrutan de sus días de descanso, lo que significa que se realizan pocas o ninguna prueba diagnóstica, que las consultas, aunque no estén cerradas, funcionan a medio gas y que cualquier operación no urgente puede retrasarse, incluso semanas. Desde principios de diciembre hasta pasada la festividad de Reyes es mala época para ingresar en un hospital, pero no este año y en Cataluña, sino en la mayoría de los hospitales de la alabada sanidad pública española. Es una realidad constatable, como también lo es que, durante todo el año, los viernes al mediodía acaba la jornada habitual de los facultativos y entonces, hasta el lunes, la actividad queda semiparalizada. Miles de enfermos permanecen ingresados durante todo el fin de semana, con el consiguiente coste. Tan solo esperan al lunes a que el médico regrese y todo continúe. Por supuesto, los servicios de urgencia permanecen en funcionamiento, pero esa es otra historia, como también que nada ni nadie pone en cuestión la capacidad técnica –por lo general muy alta- de todos los profesionales de la medicina de la sanidad pública española. Son asuntos diferentes, pero la medida que quieren implantar en Cataluña, que llama mucho la atención, tan solo oficializa –para ahorrar- algo que ocurre en toda España y desde hace mucho tiempo. El prestigio de la sanidad española se cimenta en que atiende a todo el mundo. Es cierto, pero debe aspirar a más o irá a menos, con el PSOE, con el PP o con cualquier nacionalismo, en este caso CiU en Cataluña. No es popular decirlo. Incluso puede ser incómodo, pero hay que hacerlo.
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