La premisa en la que se sostenía The Newsroom era muy valiente: denunciar que el periodismo había dejado de ser perro guardián para convertirse en un perro faldero. Pero todo su coraje es, en realidad, superficial, como lo son las citas quijotescas de la coprotagonista MacKenzie McHale (Emily Mortimer), que en realidad están sacadas del musical El hombre de La Mancha. Ese primer monólogo transcrito en el post anterior, en apariencia radical, anuncia el chovinismo y el conservadurismo en el que se fundamentará el resto de la serie y que se concreta de manera palmaria en el séptimo episodio de la primera temporada, cuando estos periodistas, tan pagados de sí mismos por su supuesta integridad profesional, festejan alegremente la ejecución sumarísima de Osama bin Laden en una operación militar nocturna en territorio ajeno. ¿A ninguno de ellos se le ha ocurrido pensar que una auténtica democracia, sobre todo la “mejor del mundo”, debería ser ejemplar?
Las misiones en el extranjero de la superpotencia militar son incuestionables, parece insistir al completar la segunda temporada. Los nueve capítulos en los que se desarrolla la trama giran alrededor del supuesto uso de gas sarín en una operación militar secreta (el caso periodístico está inspirado en la Operación Tailwind). Los periodistas reúnen una ingente cantidad de pruebas que someten sistemáticamente a innumerables factchecks, a pesar de lo cual se acaba descubriendo finalmente que se trata de una elaboradísima venganza personal contra uno de los protagonistas.
Esa resolución, por supuesto, es una opción personal del guionista, pero se antoja incongruente con la tensión generada durante los episodios precedentes. Da la sensación de que Sorkin se arrepiente e haber sugerido que el sagrado ejército americano hubiera podido cometer crímenes de guerra y da un volantazo al final con un Deus ex machina incomprensible sostenido argumentalmente en una torpe manipulación de uno de los periodistas. Si The Newsroom fuera verdaderamente una fantasía, se habría metido de lleno en ese jardín con todas las consecuencias: qué pasaría si el Alto Mando militar estadounidense hubiese cometido crímenes de guerra y una redacción accediese a unos documentos clasificados que lo demuestran. Con ese uso de gas sarín en una operación o, por poner un ejemplo aún más extravagante, con el bombardeo indiscriminado de aldeas con drones.
Pero no. Estados Unidos no se equivoca jamás, parece decir Sorkin. Y es que “cuestionar” es un verbo que estos periodistas a veces no saben cómo conjugar. Al principio de esa segunda serie emerge el movimiento Occupy Wall Street representado en la ficción por una joven inteligente y algo soberbia. Podría haber sido una buena oportunidad para tratar de conocer los argumentos que movilizaron la más multitudinaria protesta organizada en ese país en este siglo, pero el guionista prefiere solventarlo con un discurso paternalista que, de nuevo, desafía el supuesto afán de transgresión. No digo que el autor abrace el idealismo de los manifestantes, sino que especulo sobre lo maravilloso que habría sido que ese capítulo hubiera servido para elaborar un juicio crítico sobre la conflictividad que pueden generar las desigualdades sociales en el país.
En estas circunstancias y con varios meses de retrasos llega la tercera (y última) temporada de la serie. En el primer capítulo el guionista empuña a Eurípides en boca de sus protagonistas para enviar un mensaje (¿a la cadena?): “No estamos en el tercer y último acto, estamos todavía en el primero”. La redacción aborda con confusión las informaciones que se suceden los días después del atentado terrorista perpetrado en la línea de meta del maratón de Boston. La competición entre informativos obliga a las redacciones a guiarse por las discusiones en foros y en Twitter para tratar de desenmascarar a los criminales. Los paladines de ACN, a los que no les importa llegar los últimos y perder audiencia si las informaciones que dan son veraces, denuncian en directo que las malas praxis afectan a inocentes.
Hasta ahí todos de acuerdo. Pero tras la formulación del principio deontológico, llega una escena demencial en la que la más joven de las reporteras pide paso en directo para dar una relevantísima información: uno de los terroristas de Boston opinaba que el 11-S había sido una respuesta justa a todas las supuestas atrocidades cometidas por EE UU en suelo extranjero, según el testimonio de uno de sus antiguos compañeros de clase. Un auténtico breaking news de parar rotativas que es recibido por la redacción con aplausos. Da la impresión de que el 11-S es otro sorkinism -una expresión manida que aparece recurrentemente en sus guiones- que le sirve para sensibilizar a un público a la fuga.
“Llegó la hora de Don Quijote. Reivindicar el periodismo como una profesión honorable. La muerte de la vulgaridad, del cotilleo y del voyeurismo”, dice McHale en un momento de la primera temporada. Pues estamos apañaos, permítanme agregar.
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