La extinción física de Margaret Thatcher no solo no comportará la extinción plena o parcial de su metodología y de su credo, sino que actuará como acicate para los actuales legisladores que execran cualquier política humanitaria. Thatcher deja discípulos y émulos en muchos parlamentos de Europa y una populosa constelación de admiradores que conciben el oficio del poder como una conjugación de autoritarismo y de parquedad verbal. La llamada dama de hierro ejerció un educado y lluvioso fascismo ataviado de tweed. Bien sé que Inglaterra y fascismo son nociones que no hermanan fácilmente en una mente occidental. Bien sé, no obstante, que el fascismo de esa isla ambigua y memorable, a excepción del cultivado por Oswald Mosley, resulta arduo de localizar y de retratar, pues no se ha expresado nunca con rugidos caudillistas ni con el silbido de cámaras de gas, sino que lo ha hecho con susurros burlones, con muecas clasistas y con el tintineo hostil de teteras vanidosas.
Hija de un tendero (no hay ningún deshonor en ello), Thatcher no toleró desde la infancia ser la tediosa heroína de un destino plebeyo y prudente. Como toda persona asediada por complejos de inferioridad, decidió con firmeza creerse superior al resto del orbe. Su estrategia de vanidad, aliada con los protocolos de la ambición, surtió efecto y arribó al poder con un entusiasmo masculino que ya no es discernible en los varones que ahora rigen y devastan Europa. Thatcher gobernó sustancialmente para los británicos que nacen siendo dueños de una escopeta y de miles de hectáreas surcadas de zorros efímeros. También gobernó para los adinerados principiantes e inexpertos que detestan al proletario por haber sido proletarios ellos mismos. Thatcher fue la extremidad ejecutora de una Inglaterra de club y campiña que se estima más perfecta y pulida que la Inglaterra moteada de hollines, hijastra de chimeneas y alimentada básicamente con pintas de cerveza y groseras raciones de smashed potatoes.
Atribuir inteligencia, astucia, radiaciones de carisma y exhibiciones de flema a una persona que ha alterado los azares de Reino Unido durante once años es una labor útil, incluso digna, pero es una labor redundante y escolar y retórica que debe recaer en los editorialistas, esos historiadores de baja intensidad. Entiendo que hasta el premier más necio que ha deparado Gran Bretaña merece la atribución de alguna cualidad o virtud, aunque sea únicamente la puntualidad en las comidas o su breve sensatez para escoger corbatas y maletines. Algunos elogiarán de Thatcher su júbilo para tomar decisiones impopulares; otros ensalzarán su fervor contenido para encarar las confrontaciones con la sangre fría que suministra la ausencia de empatía o la presencia en sangre de resentimiento y crueldad. De esta dama de hierro (o de simple hormigón armado) destacaré su larga y tenaz amistad con el whisky, amistad que la humaniza y que derivó en noviazgo en los últimos tiempos. No menos estimulante para la mente es imaginar su fallecimiento. Expirar en el Ritz londinense como una abuela que parece soñada por Henry James es el gesto aristocrático de una mujer que, pese a ser nombrada baronesa, no fue realmente aristócrata. Intuyo que el actual jefe del Gobierno español remeda algunos semblantes de impasibilidad adoptados por la Thatcher más esplendorosa y enérgica. Intuyo que Mariano Rajoy se inspirará en el magisterio de esa supuesta dama para justificar ante sí mismo la soberbia de sus silencios y su propensión a empobrecer hogares.
Comentarios recientes