Los indignados españoles del 15-M (15 de mayo) han celebrado sus primeros seis meses de existencia otro día 15, ahora un 15-O. Han conseguido también –es un logro- que sus protestas tengan eco, aunque mucho más limitado, en buena parte del mundo, desde Nueva York a Sidney. Solo en Roma las movilizaciones fueron importantes, mientras que la gran laguna de la “indignación” fue París. En España, en Madrid y Barcelona, volvieron por sus fueros de la primavera. Estarían en su salsa frente a un Gobierno del PP, pero les ha tocado lidiar, por ahora, ante uno del PSOE. Frente a los populares –es probable que ocurra en el futuro- hubieran tenido el apoyo entusiasta del PSOE, que persigue sus votos, de los sindicatos y, por supuesto, de Izquierda Unida, que ya intentó sumarse a la fiesta en mayo pero entonces no lo consiguió. Avanzado el otoño, el movimiento de los indignados del 15-M parece el último obstáculo que puede interponerse entre Mariano Rajoy y su victoria electoral. Por lo menos, podría mitigarla y hacerla mucho más ajustada de lo que predicen las encuestas que, por otra parte, también se equivocan. Por eso, Rubalcaba y el resto de la izquierda intentan atraerse por lo menos a una parte de esos indignados como última tabla de salvación ante la anunciada marea de votos populares. La apuesta tiene sus riesgos. Nadie ha sido capaz de calcular hasta ahora cuál pudiera ser el impacto electoral del 15-M y si, de verdad, esos indignados, que mantienen su lema “no les votes, no nos representan”, mueven votos suficientes como para influir en el resultado electoral o, por el contrario, no pasan de ser una expresión callejera y joven de un más que evidente malestar social. Por supuesto, nadie se plantea en serio atender las peticiones utópicas del 15-M y si algunos partidos les hacen guiños en sus esbozos de programas electorales –y de forma muy general- es porque están convencido de que nunca tendrán que aplicarlas o, por lo menos, como reclaman los indignados. La dación en pago es el mejor ejemplo. No hay que inventarla. Ya existe, lo que ocurre es que ni los bancos ni sus clientes la reclaman porque sus condiciones la hacen muy poco atractiva. Sucede lo mismo, por ejemplo, en los Estados Unidos, por más que la cultura cinematográfica haya hecho creer a muchos lo contrario.
El 15-M y sus parientes europeos, americanos y del resto del mundo son un fenómeno nuevo, confuso y también disperso. Sin embargo ha surgido para quedarse y nadie debería obviarlo. Los primeros los políticos, españoles y de todas partes. Es la respuesta de la sociedad a una insatisfacción general cierta. Apela a la utopía y, por eso, es muy difícil que consiga sus objetivos. Sin embargo, puede hacer cambiar muchas cosas. Puede incluso –nadie puede preverlo- incubar el germen de alguna revolución que, sin duda, con el tiempo sería fagocitada y asimilada por el mismo sistema que el 15-M pretende cambiar, aunque no parece que intente destruir. Esa quizá sea la diferencia frente a otros fenómenos históricos de masas. En España, la izquierda pretende llevarlo a su redil de inmediato, como barrera de contención ante el PP. Lo consiga o no, antes o después el 15-M será subsumido por unos o por otros. Logrará, es posible, éxitos parciales, sobre todo estéticos, pero si el PP gana las elecciones del 20-N, el 15-M corre el peligro se verse devorado por una izquierda que lo utilizará como ariete en su travesía del desierto en la oposición. Mientras tanto, los ecos de la jornada del 15-O, impiden escuchar otras voces, como por ejemplo el intento de la Unión Europea de considerar tóxica parte de la deuda pública española. Si nadie lo impide –es el último trabajo que tiene que hacer Zapatero, cueste lo que cueste- el futuro pinta negro muy negro. Primero para los bancos, que deberían provisionar el 20% de sus carteras de deuda pública española, y al mismo tiempo para el resto de la sociedad. En resumen, menos crédito, más crisis y, por supuesto, más paro. Es decir, más indignados. Por otra parte, pase lo que pase, con Rajoy o sin él, seguirán ahí. Hay que tenerlos en cuenta. Sus utopías influyen, pero tampoco son la solución.
Comentarios recientes