Tenemos que hablar de Renée. Porque es muy importante que todos opinemos sobre lo que se ha hecho en la cara. O lo que se ha dejado de hacer. O lo que debería haber hecho. Las redes sociales son un sorprendente foro de intercambio de opiniones donde se juntan improvisados gestores de pandemias, ingenieros aeronáuticos, abogados laboralistas, teóricos de macroeconomía y cirujanos plásticos. Todos tienen algo que decir y Renée tiene que darse por enterada, porque ya le vale: tendría que haber consultado antes.
O no.
En realidad es la teoría de la aguja hipodérmica en su sentido más perverso. A los medios digitales les importa un carajo la carrera profesional de un artista, tampoco si su imagen ha cambiado a mejor o a peor: lo único que les importa es engordar su número de visitas y, por tanto, incrementar sus beneficios publicitarios. Las estrellas del cine, de la música o del deporte, son víctimas que lanzan al público para que la desollen, devoren su carne hasta el tuétano y expriman toda su sangre en una orgía carroñera que parece no tener fin. Hoy es Renée, mañana será cualquier otra que haya modificado su imagen en un quirófano, haya engordado cinco kilos, haya seguido una estricta dieta o haya cometido el imperdonable pecado de hacerse unas fotos íntimas para enviárselas a su pareja.
Lo terrible de todo esto es la justificación moral implícita en la que se sostienen estos medios chupópteros y todos aquellos que los consumen: una vez que los artistas -sobre todo las artistas- han prestado sus cuerpos al arte (vestidos o desnudos, eso da igual), ya no les pertenecen más y tienen (¿tenemos?) el derecho de opinar, de criticar y de exigir.
Hoy tenemos que hablar de Renée. Ayer de Jennifer. ¿Y mañana? Ya nos lanzarán otro trozo de carne.
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