No hay que temer, hay que entender (Marie Curie)
Me gusta hacer caso a los que saben más que yo, es decir, a casi todo el mundo. Pero en cuestión de hombres y de rupturas sentimentales, me fiaba especialmente de mi amiga Ainhoa. Cada vez que sale con un chico se pone su mejor traje, su mejor ropa, su mejor bolso. Pero siempre, siempre, se deja el corazón en casa. Un principio que reconocía frívolo pero que en mi actual estado de desesperanza estaba a punto de incorporar a mi vida. Ese viernes Ainhoa se vino a casa, asustada por mi falta de noticias. No en la revista, sino en mi vida social. Se presentó por las buenas con una botella de vino en cada mano, dispuesta, no sé si a consolarme, pero sí a asumir el dolor de cabeza del día después. Le expliqué mi surrealista semana de “ex_qui” con el innombrable y cómo estaba dispuesta a no volver a llamar. Ella me dijo lo que no quería oír.
-Has aguantado una semana, pero le vas a llamar. Seguro.
-Qué maja eres, vete a casa y déjame el vino.
-No pienso dejarte sola. Vamos a bebernos estas botellas de vino, a brindar y a pensar en los millones de hombres que hay sobre la tierra. No, mejor, vamos a pensar en que el 50% de la población española es masculina. Por estadística, tiene que haber un bueno para ti, dijo Ainhoa.
-Por estadística, todos comemos dos pollos al día y yo llevo meses sin probarlo, sentencié.
Tras una charla de más de media hora en este tono, con una botella y media de vino anestésico en nuestro cuerpo, el dolor seguía ahí, pero casi no lo sentía.
-No sé si estoy segura de querer meterme en otra historia, Ainhoa. Quiero pasármelo bien, ser feliz, ¿no se trata de eso?
-¡Y lo harás!, vas a ser feliz, hazme caso. De momento, vas a ir a la ducha. ¡Ya verás qué feliz! Nos vamos de fiesta.
-No, no, no. La fiesta se ha acabado (esta frase me recordó a un titular de The Economist sobre España. Estaba igual que mi país). Yo me voy a la cama.
-¡De eso nada! A ver si vengo hasta tu casa para acabar en la cama contigo. No estás tan buena. ¡Quiero un hombre langostino y lo quiero ya!
-¿Qué quieres decir con que no estoy buena? ¿Qué pasa, estoy gorda? ¿No te gusto?
-Que sí….estás buena, venga, que se nos hace tarde.
Para volver a mi estado natural, quiero decir al de antes de la crisis con Jairo, hubiera necesitado que los restauradores del Museo del Prado hicieran con mi rostro algo parecido a lo que han hecho con la Giocconda, pero no me lo podía permitir. Aunque si el Presidente del Gobierno hubiera visto mi aspecto, estaba segura de que aprobaría una partida presupuestaria extra porque mi rostro era un claro caso de emergencia nacional.
Una hora después, Ainhoa y yo estábamos en el bar Tomate tomándonos una copa. Mientras a ella le parecían todos guapos, a mí no me gustaba ninguno. Alguna de las dos tenía un problema y estaba claro que era Ainhoa. Miradas por aquí, miradas por allí. Sobre todo por su parte, porque yo ver, lo que se dice ver…Finalmente, dos chicos se nos acercaron. Eran bastante graciosos. Sobre todo, cuando uno de ellos me dijo:
-He notado que me estabas mirando.
Y yo, totalmente desinhibida, (es lo que tienen las rupturas, que todo te empieza a dar igual) le solté:
-No te ofendas, pero te miraba a ti o a cualquiera, soy míope.
Ainhoa estalló en carcajadas. La verdad es que eran muy simpáticos. Y al parecer, siempre según ella, estaban muy buenos (y no como yo, ¡ésta se la guardo!).
De camino a casa, el que me había sido adjudicado por descarte, estaba empeñado en acostarse conmigo. Pero yo no podía. En realidad, ni con él, ni con nadie. No me tenía en pie.
Tras una mala noche, en la que el mundo no dejó de moverse, especialmente mi cama, mi almohada, la lámpara del techo, el cuarto de baño…amaneció. A mi dolor de corazón, se unió el de cabeza. Ainhoa y yo nos arrastramos a tomar el vermouth, yo coca-cola y litros de agua, a la terraza del Restaurante el Botánico, en frente del Jardín del mismo nombre y al lado del Museo del Prado.
Amplias gafas negras, sol radiante. Casi tanto como lo estaba Ainhoa, que sí se había acostado con el otro o con los dos, no lo tenía claro. Empezaba a creer en eso de que el sexo mejora el cutis.
Tras varios minutos del silencio que sólo puedes compartir con alguien de confianza, Ainhoa me cogió de la mano y me dijo:
-Lo que tú tienes se pasa con tiempo y mucho té caliente. Ya verás. A partir de ahora, el corazón en casa. Y nada de llamarle.
-Podré mandarle un mensaje, ¿no? ¿Al menos una vez?, le dije para chincharla.
-Noooo, me ordenó.
Suspiré.
-El corazón en casa, repetí en alto. Mientras lo decía, alcé la vista hacia el Jardín Botánico. El viento suave de una próxima primavera mecía los árboles. Los movía el viento, pero ellos, seguían allí, en pie.
Como yo.
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