APENAS abandono el cementerio de La Almudena, saludo con la cabeza a una paloma que me contempla desde el capó de un coche y cojo un taxi y le digo al taxista la dirección de mi domicilio. El taxista conduce sin mirar a la carretera y me cuenta que ha vivido en Australia dos años y que no hay en el mundo un país como ése. También me cuenta que se casó dos veces y que ninguna de sus mujeres le dio un hijo porque sus mujeres le abandonaron. No me extraña, me digo para mis adentros. Se cree un tío sabio, el taxista, por haber padecido a dos australianas. Se cree tan sabio que no me deja hablar cuando intento decirle que me importa un carajo Australia y su vida con los aborígenes. No aguanto más. Entonces me digo: Viejo, ¿por qué no pones en su sitio a este capullo que se considera el paradigma de los aventureros?
No pierdo más el tiempo y lanzó un chillido agudo al oído derecho del conductor. El coche se detiene en seco y mi cabeza rebota contra el reposacabezas del asiento delantero.
–Me cago en su puta madre –ruge el taxista. –¿Qué coño le pasa?
Me he dado un buen golpe y tardo en reaccionar, pero reacciono. Salud no tendré, pero tengo un orgullo más grande que un piano de cola.
–Es usted un pesado. Eso es lo que pasa –replico reincorporándome en el asiento. –No me interesa su vida en Australia. Vengo del entierro de un amigo, joder, y dentro de poco será el mío. ¿Por qué no se limita a conducir?
El taxista me mira asustado. De repente parece un ser frágil al que una simple brisa podría deshacer de un soplo.
–¿Qué le pasa? –balbucea pestañeando estúpidamente. –¿Por qué me habla así? Yo sólo intento ser amable.
–¡No intente nada y conduzca!
–Menudo loco.
–¿Qué me ha llamado?
El taxista no responde. Una miedosa ira llamea en sus ojillos y la frente se le enrojece. Los coches nos pitan porque estamos obstaculizando el tráfico.
–Deje de mirarme y continúe la marcha, coño –exclamo, y propino un puñetazo al reposacabezas del asiento del copiloto.
El taxista se cubre el rostro con las manos y estalla en sollozos que sacuden su frágil cuerpo. Los bocinazos no cesan a nuestro alrededor. La gente se ha vuelto loca. Cuánto desgraciado hay en la carretera, Jesucristo. Además no entiendo qué demonios está pasando en el mundo. Se supone que un taxista tiene mala leche y que partiría la cabeza al primero que le hablara en los términos en que yo lo he hecho. ¿No os parece?
–¿Por qué llora? –le pregunto con voz de cabo. –¿No se da cuenta de que estamos parados en medio de la autopista?
No me responde. Entonces miró a mí alrededor y una idea pellizca mi cerebro. Me digo: Viejo, no pierdas más el tiempo y hazlo.
Así que me bajo del coche con cuidado de no ser atropellado, cierro la puerta trasera y abro la puerta del conductor.
–Salte al otro asiento –ordeno al taxista fulminándole con unos ojos de banderillero. El peculiar taxista me observa asustado y tembloroso. –Vamos, joder, que no tenemos todo el día.
El hombre obedece finalmente y se impulsa con las manos hacia el asiento del copiloto. Sonrío con desprecio al cielo y me siento frente al volante.
–Bien –digo en tono doctoral–, vámonos de aquí antes de que le destrocen su estupendo cochecito.
El caballero sigue llorando. No soporto tanto llanto (¿dónde está su maldito amor propio?), pero mi razón me dicta que debo ser comprensivo con los débiles y con los menesterosos, aunque presuman de haber aguantado las elevadas temperaturas del desierto australiano. No en vano yo también soy débil y muchas personas me miran con el mismo desprecio con que estoy observando a este pobre infeliz. ¿Qué trauma de infancia le seguirá torturando? Como no es asunto mío, embrago y el coche se mueve y, por fin, empiezan a cesar los bocinazos. Es la primera vez que conduzco un taxi en mi vida y os aseguro que me siento la persona más imbécil del mundo.
DIEZ minutos después detengo el coche frente a mi portal, echo el freno de mano, me apeo, cierro la puerta. Llueve dieciochescamente. Un perro se come un calamar frente al bar de Ramón. Que le aproveche a ese mamón. Desde la calle deseo al taxista mucha suerte. El aire mojado me acaricia el rostro y oigo cómo un motorista insulta a un peatón porque el peatón ha cruzado la calle a paso de elefante. El taxista separa las manos del rostro y me dirige una mirada torva y se saca un moco de la nariz y lo mira como si fuera la cosa más natural del mundo y después vuelve a mirarme a mí con ojos lluviosos y me dice:
–Yo soy como este moco, como este maldito moco –Prorrumpe de nuevo en llanto y lanza el moco contra la luna delantera de un capirotazo.
Frunzo el ceño y afirmo:
–Todos somos mocos, jefe. Pero no le dé vueltas ahora a ese asunto y procure ser el mejor taxista del mundo. A pesar de todo, creo que puede ser usted una persona feliz. Hágame caso y conduzca con orgullo este estupendo automóvil. ¿De acuerdo?
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