Como diría Pablo Neruda, estaba como ausente. Bien por la cercanía de las vacaciones, bien por el agotador calor de la capital, bien porque estaba harta de las malas noticias económicas. Por primera vez en muchos meses mi estado era de ausencia.
Había pasado de una inquietud extrema a un estado de relativa paz interior. De repente, ya no me apetecía salir tanto por la noche. De hecho, de todos los días de la semana, sólo los domingos me quedaba en casa. Además, hacía cosas poco frecuentes como por ejemplo, darme una vuelta por las rebajas y no traerme la tienda entera. Casi me traigo al dependiente, pero eso no cuenta.
Sí, definitivamente estaba más tranquila. Un estado poco habitual en mí, casi diría desconocido. Hasta que una noche en casa, mientras trataba de engañar al hambre con lo poco que había en mi nevera-¿Qué se puede hacer con un huevo, cereales y una tónica?-me sonó el móvil.
Era un WhatsApp de Arturo, al que había estado dando largas durante todo este tiempo. Y cuantas más largas, más insistía. Este chico se había ganado la cita a pulso. Me proponía ir al cine a ver la última de Spiderman. Los hombres en mallas ajustadas, en rojo y azul, tipo blaugrana, y a los que, además, le salen telarañas de las muñecas no son mi tipo, pero me apetecía salir con Arturo. Para ser justos, se había ganado que nos volviéramos a ver. Por mí y por él. Por primera vez, no era una excusa para olvidarme de otro. Así que al día siguiente allí estaba: En los cine Ideal, con Arturo que, afortunadamente, no iba en mallas.
De la película no os desvelaré nada, por si queréis ir a verla. Sólo os diré que al final gana el bueno. Lo interesante fue el coloquio posterior que mantuvimos Arturo y yo sobre los superhéroes. Yo le expuse mi opinión sobre el tema. No entendía cómo el héroe de muchos hombres ya maduritos, como él, podía ser un tío embutido en unas mallas, con botas rojas ajustadas, con el símbolo de una araña dibujado en su pecho-con el asco que nos dan a las tías esos bichos-y con una máscara que nos impedía ver su cara. Una máscara en la que, por cierto, me preguntaba cómo podía respirar porque era plástico puro, se veía claramente, y eso sería motivo de asfixia a los diez minutos. Además, esos ojos romboidales fosforitos no le favorecían nada. Daban miedo. “Se me acerca uno así por la noche y salgo corriendo”, le aclaré. “Además”, le dije, “¿a qué viene esa postura?, siempre en cuclillas…vete tú a saber porqué”. Arturo se partía de risa con mis argumentos que a mí me parecían de lo más lógicos.
Por otro lado, él no compartía mis ideas. Para él, era el héroe de su infancia, tenía todos los cómic en casa y hasta el disfraz que imagino a estas alturas de su vida, se le había quedado pequeño. De repente, lo entendí. Así está el mundo, con hombres que aspiran a ser Spiderman. (¿Dónde quedó lo de ser astronauta o bombero?…¡Qué perdidos están algunos en la vida!, pensé).
Ante mis caras de extrañeza, Arturo me explicó toda una teoría sobre los superhéroes y las exigencias impuestas a los hombres desde que son niños. De su obligación de solucionar problemas, de traer dinero, de ser fuertes y decididos. Y cómo si siguen ese camino, conseguirán a la chica guapa y la admiración de todos. Arturo era un tipo inteligente, que conquistaba con la palabra, a pesar de que seguía sin entender cómo podía admirar a un tipo con mallas.
Como la discusión quedó en tablas, me invitó a ver Batman para desempatar. No es que el hombre murciélago fuese para mí mucho mejor que el hombre araña (¡vaya dos animales que han ido a escoger!, ¿por qué no el hombre león, el tigre o un hombre fuerte tipo Aquiles con forma de Brad Pitt?, ¡Hay que leer más a los clásicos, si los griegos ya lo habían inventado todo!), pero la idea de pasar otra tarde tan divertida como ésta con Arturo me gustaba. Así que le dije:
-“Nunca voy a ver películas donde el pecho del héroe es mayor que el de la heroína, pero por ti haré una excepción”
Arturo me hacía sentir en paz, podía citar a Groucho Marx sin tener que preocuparme por lo que pensara. Siempre se reía. Con él, podía ser yo, sin tener que competir con no se qué tipo de perfecta mujer. Probablemente una que sólo existía en mi cabeza.
Cuando nos despedimos, me dejé besar. Y volví a sentir algo, no sé muy bien el qué. Pero fue una buena sensación, la de estar viva y, casi, repuesta de mi herida.
-Si quieres puedo subir y ser tu superhéroe, me dijo.
Y ambos estallamos a reír.
-Despacio, Spiderman, los superhéroes siempre tienen trampa. Nos vemos mañana.
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