En los últimos tres años he tenido la oportunidad de hablar en dos ocasiones con el cineasta donostiarra Borja Cobeaga. La primera fue en 2014, con motivo del arrollador éxito de Ocho apellidos vascos, la película española más taquillera de todos los tiempos, que había escrito junto a su colega Diego San José. Como tándem ya habían trabajado juntos en el germen intelectual de aquel filme, el programa de humor ¡Vaya semanita!, producido por la televisión pública vasca. En aquella primera entrevista le pillé en coche (no conducía él), viajando hacia San Sebastián, donde al día siguiente empezaría a rodar su tercer filme como director, El negociador, en el que se imaginaba cómo pudo ser el diálogo de paz entre Jesús Eguiguren y Josu Ternera en Ginebra.
La segunda conversación se produjo exactamente un año más tarde por el estreno de esta última película. En las dos ocasiones tuve la sensación de hablar con un artista muy sereno, que sabe que tiene que medir cada palabra que pronuncia porque en un país como el nuestro, poco proclive a apreciar los matices, cualquier cosa que diga podría ser utilizada en su contra. Pero es también -y perdonen el lugar común- un autor que se toma la comedia muy en serio y que conoce perfectamente el efecto cauterizador que puede provocar una carcajada. En las dos ocasiones, también, acabamos hablando de un proyecto que guardaba desde hace años en la nevera de sus ideas, Fe de etarras, una comedia ambientada en un piso franco, y de cuánto sería difícil sacarlo adelante.
Ha habido que esperar, pero finalmente Netflix (en coproducción con Mediapro) se atrevió a dar el salto y la película se puede ver en la plataforma de pago desde el pasado 12 de octubre. Desde su estreno, he tenido la oportunidad de verla dos veces, y no he dejado de pensar en sus isotopías (acoplamientos de campos semánticos que dan homogeneidad de significado al texto). En la práctica, Cobeaga y San José nos cuentan el tema de la película en apenas un minuto y medio a través del campo semántico de la comida. Pensemos un momento que desconocemos la premisa del filme y limitémonos a analizar una serie de encuadres.
El primer encuadre del filme nos muestra las raspas de dos pescados colocados de forma que parece que uno muerde la cola del otro, una suerte de uróboros que indica un ciclo extenuante y macabro.
A continuación vemos al personaje protagonista, Martín (Javier Cámara), que ante una pantxineta dice sentirse lleno. Ahí comienza una discusión porque cree que el dulce está relleno de nata y sus comensales le corrigen rápidamente: “Cómo se nota que eres de La Rioja, la hostia”, le dice el hombre que preside la mesa, Artetxe (Ramón Barea); “Crema pastelera”, ataja Beitia (Ane Gabarain), que ha preparado el postre.
Cambia el encuadre y vemos ahora toda la mesa en la que terminan de comer los cuatro comensales. Rápidamente la discusión cambia de rumbo y es entonces cuando Artetxe afea a Beitia el uso de las almendras, que deberían ir siempre en láminas, y no troceadas. No importa que el postre sea muy bueno, hay algo que no funciona porque no es puro: no es igual a la pantxineta original que Artetxe recuerda haber comido en San Sebastián.
Un nuevo encuadre, tomado desde la habitación adyacente al comedor, nos descubre un dormitorio espartano, con paredes desconchadas y sacos de dormir sobre colchones desnudos, bombonas de butano y ordenadores portátiles. Es evidente que no es un hogar, que no son familia o compañeros de piso.
Llegados a este punto, aparece una pistola. Y aquí entra en escena un principio dramático, el arma de Chéjov, que postula que cada elemento en la narración debe ser necesario e irremplazable, o de lo contrario debe ser eliminado. La pistola tiene que disparar y por supuesto acaba disparando.
En apenas un minuto y medio el texto y el subtexto nos han contado la jerarquía, el fanatismo ideológico y la rutina clandestina de un comando de ETA sentándonos con ellos a la mesa (y sin pronunciar ni una sola vez el nombre de la banda). Más tarde, avanzada la película, Martín recordará con nostalgia esos festines pantagruélicos de antaño: “Antes en ETA se comía de la hostia”. Han pasado doce años de aquella comilona con la que se abre la película y ahora él mismo se ha convertido en un viejo terrorista fanático que quiere imponer su propia visión del “conflicto”. El problema es que ni siquiera sabe cocinar.
Que en “ETA se comía de la hostia” quiere decir, sobre todo, que era una forma de vida que daba de comer a quienes pertenecían a la organización. Ahora -en ese ahora que se sitúa en el verano de 2010- las cosas no van tan bien y para comer tienen que recurrir a la generosidad de la vecina de enfrente, que les regala estas croquetas de cocido que vemos colocadas en forma de lauburu (“cuatro cabezas”, literalmente). Un encuadre que parece contarnos que la estirpe del “hombre vasco”, que lleva “más de doscientos siglos de historia peleándose con todo Dios” -siempre según Martín-, ha claudicado a la primera de cambio por unas españolistas croquetas de cocido.
La isotopía de la comida continúa a lo largo de todo el filme en diferentes presentaciones: desde el olor del bacalao al pil pil a la conversación cargada de doble sentido sobre los kebabs con los vecinos “de etnia magrebí”, desde los taquitos de salchichón para ver la prórroga de la final de Sudáfrica hasta la reproducción de una receta del norte interpretada por una mesetaria en la última comida dominical que cierra el ciclo narrativo para descubrir que no es que odiaran la comida del otro, es que simplemente no la habían probado nunca para comprobar que lo que les decían no era cierto.
Algún día, y espero que no sea muy tarde, deberíamos reconocer todo lo que han hecho por la convivencia Borja Cobeaga y Diego San José.
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