La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, que es la mujer más poderosa de la historia democrática española, con un par de tacones, ha puesto en marcha la revolución tranquila de la reforma de la Administración española, un oscuro objeto de deseo suspirado por ciudadanos, empresas, instituciones e incluso los políticos que, según las primera reacciones, en realidad muchos no deseaban.
La reforma pilotada, por deseo expreso de Mariano Rajoy -un presidente que cuando hace un encargo deja hacer y respeta la labor realizada, aunque a veces discrepe-, pretende volver del revés, hasta cierto punto, la administración española por primera vez en decenios. También intenta hacerlo desde el respeto a la historia y a muchas instituciones actuales del Estado, de las Comunidades Autónomas y de los Ayuntamientos. Por ejemplo, mantiene las Diputaciones Provinciales, cuya desaparición se ha convertido en el mantra esgrimido un día sí y otro también por quiénes no tienen otro asidero al que agarrarse. Tampoco entra en la reducción de los más de 8.000 ayuntamientos existentes en el país, algunos de ellos tan minúsculos como incomprensibles. Por eso, es una revolución tranquila. A partir de ahí, intenta suprimir duplicidades, organismos extravagantes y actividades insólitas que desarrollas las diferentes administraciones españolas. También persigue el viejo ideal, convertido en quimera, de agilizar los trámites administrativos para que la administración caricaturizada por Larra con su “vuelva usted mañana” se convierta en algo así como “no hace falta que vuelva usted por aquí”, porque se ha solucionado su asunto o porque puede terminarlo, por ejemplo, por Internet.
La revolución tranquila pero también contundente, porque así es la mujer que la abandera, que apenas ha comenzado a caminar no tiene el éxito asegurado, ni mucho menos, como se ha comprobado incluso desde antes de su proclamación, cuando estaba en estado embrionario. La reforma nace y tiene que encarar un horizonte cargado de nubarrones con los presagios más negros, alimentados, claro está, por los ejércitos de la reacción, porque no se puede calificar de otra manera a todos quienes durante años y años han clamado por la modernización de la Administración, pero cuando llega la hora, ya sea porque no es su reforma o simplemente porque acaba con algunos de sus privilegios se plantan en contra y, además, lo hacen sin matices.
Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría siempre supieron que, desde el primer momento, las fuerzas de la reacción autonómica/nacionalista se pondrían en contra de cualquier cambio que no les de más poder y, sobre todo, más dinero. Los cientos de organismos y competencias absurdas que la reforma quiere cambiar hubieran sido, sin duda, el mejor material para una novela desternillante del desaparecido maestro británico del humor y la sátira Tom Sharpe que, por cierto, vivía en Cataluña. Claro que como no sabía prácticamente nada de español y tampoco de catalán, quizá no llegó a percibir algunos de los problemas de las administraciones españoles, o tal vez sí y entre sus legajos aparece la versión carpetovetónica de, por ejemplo, “reunión tumultuosa”, hilarante sátira del régimen sudafricano antes de la caída del apartheid.
La revolución que impulsa Soraya Sáenz de Santamaría, que nace con el pecado original de proponer la supresión de algunos institutos meteorológicos autonómicos -porque el tiempo atmosférico y las borrascas y anticiclones no entienden de fronteras autonómicas en la Península Ibérica-, tiene precisamente en el poder autonómico más rancio su enemigo principal, el que intentará tumbarla. También una parte de la oposición más radical, mientras que la oposición que lidera Rubalcaba protestará por algunos asuntos -y quizá no la haría, de hecho nunca la hizo-, pero también dejará hacer y es muy probable que lo que consiga no lo cambie si vuelve al poder.
La reforma/revolución de Sáenz de Santamaría también es cierto que, para algunos, sabe a poco. Podría haber sido más ambiciosa, sin duda, pero entonces sus probabilidades de éxito hubieran sido nulas. La presentada es ambiciosa, incluso dentro de sus limitaciones, pero es un primer paso y si se pone en marcha puede llegar a convertirse en una de esas revoluciones casi silenciosas que cambian un país. Por eso, los nacionalistas ya intentan hacer que descarrile desde el primer momento, pero quizá no sea tan sencillo. La vicepresidenta fue una opositora de éxito, como su jefe Rajoy, y está más que adiestrada en el trabajo constante y callado, el de todos los días y contra eso es casi imposible luchar, aunque los reaccionarios de turno lo intentarán.
Por último. Es obvio que la reforma es muy mejorable, pero su gran mérito es empezar un camino largo y difícil, que muchos habían anunciado desde hace decenios, pero que nadie había iniciado.
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