Socialistas de todos los partidos
El Ministro de Trabajo e Inmigración dijo hace unos días que pretendía poner fin a la contratación en origen de trabajadores inmigrantes, ante el vertiginoso ascenso del desempleo en España. Dentro de la lógica socialista –el conjunto de la riqueza mundial es un juego de suma cero–, tiene sentido creer que protegiendo el mercado laboral nacional, es decir, obligando a contratar sólo españoles, se reducirá el paro. Yo no soy economista pero tengo la sensación de que el mercado de trabajo no es una tarta a repartir, y que levantar barreras y encarecer los costes laborales no va a traer nada bueno a una economía al borde de la recesión.
La medida no sólo encarecería la creación de puestos de trabajo en España (la inmigración ha venido introduciendo flexibilidad a nuestro rígido y distorsionado mercado laboral), sino que tampoco serviría para que los españoles ocupen empleos que consideran más perniciosos que vivir de unos subsidios que, desde que Aznar dejó de dirigir el PP, ya nadie cuestiona. Pero, además, incentivaría la deslocalización de empresas a países con costes laborales más reducidos. Si me dieran a elegir entre crear riqueza en España contratando a extranjeros y que se vayan las empresas a países más competitivos, prefiero lo primero, más que nada porque hablamos de crear riqueza en España y de salarios de trabajadores que mayoritariamente se gastarán también en España, sin olvidar que en muchos casos son empleos que no quieren los españoles.
Las reacciones al ministro Corbacho no se han hecho esperar. De la Vega dejó claro que se producirían las contrataciones necesarias en el extranjero.
Pero lo más significativo que nos deja el ridículo del Gobierno es el ridículo de la oposición, y no por su nuevo giro hacia el proteccionismo laboral, sino por una simple cuestión de estrategia. No había cosa más triste la legislatura pasada que ver a Rajoy citando a socialistas para apoyar sus tesis, ya fuera a Solbes respecto a la economía, a Guerra respecto a la Nación e incluso a Felipe González.
Aún deben oírse las risas en Moncloa.
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