Cuando desde el espacio me despierto, por culpa de los ronquidos de uno de mis colegas de misión, y contemplo la maravilla celeste del planeta me confundo al leer, ver y escuchar desde aquí arriba tantas malas noticias. No hay una buena. Habrá que ser paciente, pero, ya digo, abrir el ordenador y caérseme el ánimo a los pies al instante. ¿Tan mal estamos? ¿Tan egoístas e insolidarios somos con quienes más sufren? ¿Tan miserables somos con el prójimo para hacerle daño, vaya usted a saber si a sabiendas o no, pero, en cualquier caso, para dejarlo fosfatina? ¿Tan sinvergüenzas somos que nos metemos en el bolsillo un buen puñado de euros por sólo asistir a una reunión de un consejo de administración y con la boca decimos muy serios que todos debemos apretarnos el cinturón porque vienen mal dadas? ¿Tan zafios somos que acordamos una serie de privatizaciones de empresas estatales a cambio de favores dentro de un coche aparcado en una gasolinera?
No lo sé. No sé qué es verdad y qué es mentira. Quizá la única certeza sean los números fríos de los indicadores económicos, esos que nos abruman anunciando una nueva recesión o que otros 90.000 ciudadanos han engrosado la lista de desempleados. De lo demás, perdón, pero ya no creo nada. Por no creer no creo ni siquiera en los sentimientos de cariño. Ojalá fuera religioso y pensara que haciendo el bien, llevando una vida recta y honrada, merecería la gracia eterna. Pero me temo que he leído mucha producción que no va por esa línea o que quienes defienden la fe divina lo hacen por rutina e interés. La semana pasada estuve en Roma. Hice una “parada técnica espacial”. Uno no podía olfatear la crisis en el pequeño Estado del Vaticano. A reventar de fieles y/o turistas. Repletos sus museos. La gente aguantaba el calor y seguía, enardecida, lo que podía captar del discurso del Papa desde los monitores instalados en la Plaza de San Pedro. Yo creo que poco les importaba lo que pudiera estar diciendo. Aplaudían como si fuera una estrella del rock. Me fui pensativo imaginando qué haría Cristo si una mañana se dejara caer por ahí y viera tanta opulencia y tanto mercadeo.
A mí ahora me invade la pesadumbre existencial, pero, no crean, también la irritación cuando veo desde el espacio el ruedo ibérico. Tan zafio, tan pícaro, tan ladrón. Me pregunto sinceramente qué nivel de ilusión, de expectativa, muestra el español medio por el presunto cambio político ante la cita electoral del 20 de noviembre. Yo soy de los que sostengo que cualquier cambio es bueno, y más cuando de lo que se trata es de poner punto final al gris liderazgo de un abogado leonés. Pero seriamente hablando, si hiciera una encuesta de urgencia en el pueblo extremeño más próximo a donde yo residía antes de huir al espacio, dudo mucho que alguien me confesara que aguarda con esperanza y excitación la cita de noviembre. Desde luego, doña Seve, la del quiosco de periódicos lo máximo que manifestaría es que nos estamos olvidando demasiado de Keynes concentrándonos únicamente en equilibrar el presupuesto. “Así no crecemos, señorito, se lo digo yo. Y si no crecemos, no creamos empleo”. Así mismo me lo espetó una mañana de hace un año. Sí, el día en que Bruselas le marcó la tarea al ya moribundo Zapatero.
Estoy harto de escuchar que los programas políticos se elaboran precisamente para no cumplirlos. Merkel ganó las últimas elecciones comprometiéndose a hacer caso a los hoy ya fantasmagóricos liberales bajando los impuestos. No lo hizo. Nick Clegg, el líder del partido liberal británico, nunca llegó a imaginar que iba a tener que tragar tantos recortes, incluidas las becas universitarias, cuando firmó el programa de gobierno con el tory David Cameron. ¿Qué decir de Obama? ¿Qué quedó de su inicial proyecto de reforma sanitaria? De nuestro presidente les ahorro comentario, porque ustedes saben mejor que yo cuáles fueron sus promesas y en qué han quedado.
Hay quien sostiene que el político por su condición tiene que ser manipulador. Y corrobora su idea observando que manipula no sólo por su propio interés, sino por el interés común. Sobre eso la verdad es que discrepo totalmente. No me creo para nada que si un portavoz del gobierno presuntamente esta cerrando favores con un empresario en una gasolinera para lograr un buen acuerdo, pongamos por caso, sobre la privatización de una empresa pública lo hace por mi bien y por el de ustedes.
Huele ya a putrefacto tanto trajeado banquero o empresario que se embolsan ricamente unos bonus de susto cuando el Estado, es decir, usted y yo, hemos tenido que inyectarles una ayuda financiera para que su entidad no se vaya al garete. Estoy pensando en estos momentos en las escandalosas indemnizaciones que han percibido los ex directivos de Novacaixagalicia, un grupo que se constituyó tras la fusión de varias cajas gallegas y que necesitó la friolera de casi 2.500 millones de euros de dinero público para evitar la quiebra.
¿Dónde está la moral? ¿Cómo debe aplicarse la ley en estos casos? Acuérdense: el primer ministro islandés fue procesado por los desmanes financieros de su gobierno. ¿Pero qué paso con los dirigentes de Lehman Brothers, que tras pedir auxilio al Gobierno federal no tuvieron reparos en endilgarse un abultado bonus por su trabajo?
Todo ello me conduce a la tristeza, pero al mismo tiempo a la indignación sobre el comportamiento del ser humano. Ni siquiera en las relaciones personales uno puede estar seguro que éstas se muevan dentro de los parámetros de la lealtad o del compromiso. El valor de las palabras no tiene el mismo significado para todos. Si esas palabras suponen un daño para nuestro propio interés no dudamos un instante: rompemos el compromiso con el otro sin justificar nuestro argumento. Hoy sí que añoro a mis dos perros al escribir esto. Los dejé enfrascados en la lectura de Flaubert, ella, y de Dostoievski, él. Estoy plenamente convencido de que cuando regrese al planeta, si es que regreso, me recibirán con la misma lealtad de siempre, sin ninguna puñalada trapera. Claro, son perros, y yo, humano.
Comentarios recientes