Iba a escribir sobre la cadera del Rey, y sus trece tropiezos con la salud; e iba a servirme de comparación real con la muy real crisis y sus esencias y efluvios y otras pestilencias. Pero entre que la canciller Merkel se ha hecho más fuerte con la caída de los liberales y otros del montón euroescéptico, y que su robustez va para largo, como la del hierro o la del junco (ustedes elijan), y, ya que estamos de repaso, ha fallecido el gran gaviero Mutis que pasó por los mares de Cataluña con independencia de rumbo y puerto, he decidido hablar del eterno genio femenino, por el que suspira la conciencia cristiana del papa Francisco, este sumo sacerdote con aires pamperos y palabra audaz, de cuya disensión hace apostolado, y de las fronteras, fe y servicio. Dicho queda como aviso a navegantes (Mi sentido pésame, Maqroll viajero y trágico, la esperanza siempre es el mar).
Decía Julián Marías, con una sobriedad digna de estudio, que la persona femenina “es una de las dos formas en que acontece la realidad personal en este mundo”. No se puede ni se debe excluir, además de que es imposible. Y añade el maestro filósofo en su libro La mujer y su sombra (Alianza Editorial, Madrid, 1986) que “la mujer suele ocuparse más del hombre (…) y en ese sentido tiene mayor oportunidad de verlo vivir, que es una relación de singular valor y eficacia”. Hasta donde yo sé, los obispos y cardenales y demás curia romana y pontificia son hombres, y verlos vivir ha de ser lección de lo derecho y lo torcido. Entendamos bien, entonces, lo que Francisco I quiere o pretende decir: el genio femenino puede y debe convivir con el ingenio masculino, y todo lo que ello trae consigo, para progresar y mejorar y crecer en la realidad de la fe, que siendo un don no es de suyo ni de género ni de propiedad, sino gracia de Dios. La frase del Papa, “María es más que los obispos”, no debe interpretarse como que todo el género femenino es más que el masculino, sino más bien como que sin Marías estamos un pelín agotados antes de empezar siquiera a pensar en movernos y otro tanto incompletos por tratarse de plenitud, y no de dogma. Eso y que no hay obispo que yo conozca, aunque me reúna con cardenales como el buscón Don Pablos, que no haya salido de madre (y alguno en pasiva, vaya por Dios).
De fémina, que, etimológicamente, significa la “que da de mamar o amamantar”; es decir, la que nutre y alimenta para que la cría deje de serlo, ya sea para cura o para ingeniero, nos llega femenino, con toda su carga semántica y biológica, más allá del falso étimo del Mallus Maleficarum o Martillo de Brujas, que hace derivar femenino de fe y minus, convirtiendo a la mujer en poco menos que en pérfida (léase entrada dedicada a la Gran Bretaña). Ni esa otra de san Isidoro y sus Etymologiarum que remite a los muslos de la mujer, donde se concentran la concupiscencia y lascivia que, en otro tiempo, hacían enloquecer a los hombres, con alzacuellos o hasta el cuello de pecados. Casi todo procede del miedo y la ignorancia, y, a veces, de la nesciencia, y con ello, la negligencia. Aplíquense los que deban, y los que no, perseveren, coño.
Pide, pues, el simón vaticano y hacedor de puentes una “teología de la mujer” antes de meterse en otras harinas y costales. Y lo hace a sabiendas de que sin el genio femenino, esa cosa que llamamos “acción” se queda sin alma, como divisa y rota, y a ratos, tórpida y tullida, indecisa como la burra de Buridán. Y ya se sabe que la fe sin acción da la inanición, como le pasó al mentado y paradójico asno. Pero sigamos que hay cogollo y enjundia en esto de la femineidad (palabra dura al oído, por cierto, y con retahíla de aberraciones… y si no, prueben).
Siguiendo a Marías, de donde saco ideas que no tengo, tanto hombre como mujer pueden “estar ensimismados (es decir, dentro de sí), o enajenados (es decir, fuera de sí)”, pero lo importante es que desde su cuerpo animado (con ánima que se manifiesta en la carne) se instalan en la intimidad, y desde ella imagina al otro. La mujer, ya desde que lo es, posee una más fuerte, capaz y cercana instalación en su corporeidad que se traslada al niño, con el alma a flor de piel y sin consumar, y se traslada al hombre, con todo su cuerpo rezumando discordia y “guerra civil de los sentidos”, al decir de Quevedo (otro de los referentes de esta tribuna), y a sí misma, con todo su cuerpo alborotado por la sangre torrencial o la nutricia matriz que alberga y serena. Apasionamiento en estado puro que se proyecta sobre la vida, que marcha cotidiana.
La mujer, lo femenino, nos da la impresión de “hacer pie” (la vida a lo pando, y no a lo hondo) porque tiene un contacto con las formas permanentes de la vida, con su sustancia. El hombre, más preocupado por lo accidental, se pierde en la substancia, que está debajo y aterida de frío. La mujer se afinca en la vida, sin miedo al cambio, porque la vida cambia constantemente, y le da consistencia. El hombre se orienta hacia lo que pasa, con sus detalles y minucias, más atento al cambio en sí que a lo que cambia, y, por ello, más insustancial e inconsistente. Por eso, la mujer y lo femenino, cuando lo son de veras, son hospitalarios (recordemos el verso del grande Machado: “amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario”), y lo que pasa, pasa por ella, atravesándola; mientras que en el hombre las cosas suceden y él en y a sus cosas sin recibir ni hospedar, escribiendo tediosas y densas encíclicas sin el deseo y la asunción de una madre en el calvario de cada día.
Con todo lo dicho, lo extraño es que el mundo y su imaginario hayan dado vueltas en torno al varón como si este fuera el punto de partida, y a la mujer, como un apéndice de la realidad masculina. De ahí, la advertencia del Papa de no caer en “machismo con faldas” que nos conduciría a una hombruna domesticación de eso que es misterio y se nos escapa: la mujer.
Ya hay algunos con el grito en el cielo, donde debe haber mucho ruido, y rasgándose las vestiduras, con la cara desencajada y pánico en las canillas. Otros, entre los que me incluyo, ya sean creyentes del Dios cristiano o de otras confesiones, o sin ninguna, comprenden de la necesidad de esta convivencia entre hombre y mujer, mujer y hombre, harto tiempo limitada y recluida al matrimonio o a otros intereses y de ampliar horizontes, que vienen a ser vertizontes, pues tienden al que, en espíritu, es creador de tanta peleona criatura.
Los menos, pero que son, opinarán que ya tenemos casos en la política y otros poderes donde la mujer ha demostrado estar sobradamente preparada para las mismas miserias que los hombres, superándolos, incluso, si cabe, en acanallamiento del oficio. El tiempo dirá si la Iglesia de Roma recibe con gozo y humildad una presencia mayor del “genio femenino”, y si éste se comporta como tal y no desmadeja el milagro vital del amor y misericordia divinos.
En cualquier caso, un saludo muy especial para la bella Ilona que llegó con la lluvia, y a la belladona Merkel que nos tiene acojonados con su nueva cancillería.
VALE
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