De la liberación de Albert Vilalta y Roque Pascual en el duro desierto del Sáhara, me impresionó las bromas que tuvo el segundo con Omar el Saharaui cuando les informaron de su puesta en libertad. Las caras son el espejo del alma. Mientras Vilalta sonríe un tanto forzado y con su mirada pide a gritos que se acabe el infierno, Pascual se muestra locuaz ante la cámara que les graba. De inmediato me vino a la cabeza la foto que les hizo Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) unas pocas semanas después del rapto y que tantas veces se publicó en España hasta que se produjo la liberación: Vilalta fulmina con su mirada al fotógrafo mientras se encuentra postrado en una camilla recuperándose de los balazos que recibió. Pascual, por su parte, tiene una pose más participativa, aunque en su cara se notan los primeros rigores del desierto en forma de pérdida de peso.
Los dos han pasado la peor experiencia de sus vidas y estos días me he preguntado varias veces qué actitud tendría yo en una situación similar. ¿Intentaría llevarme bien con los captores o, por el contrario, me enfrentaria a ellos con la indiferencia y el desdén? Difícil elección para un período tan largo como fueron sus nueve meses en el Sahel.
El otro síndrome de Estocolmo que he percibido estas últimas semanas es el de España con Marruecos. Siempre he sido partidario de llevarse bien con ellos, pero las provocaciones y actuaciones de Rabat en los últimos años me preocupan enormemente. Creo que la paciencia de Zapatero y Moratinos tiene que tener un límite. Eso sí, sin llegar al ardor guerrero que profesó Aznar en sus años de gobierno. En la mitad de una y otra política debe estar la virtud.
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