Las relaciones son como ciertos partidos. Uno le puede poner mucha fe, mucha ilusión, mucha confianza pero eso no basta para ganarlo. Incluso cuando partes como favorito.
No, no estoy hablando del partido de fútbol del pasado viernes (España-Holanda). Estoy hablando de mi amiga Bea, a la que llevaba años sin ver. Hasta el pasado fin de semana cuando se ha instalado en mi solución habitacional. ¿La razón? Ha dejado a su marido. Bea y Óscar han sido siempre la pareja perfecta. Se conocieron un verano y se volvieron inseparables. Se podría decir que más que a su media naranja, Bea encontró a la frutería entera. Y se la quedó. Tenían la casa perfecta, dos niños de anuncio, el bulldog, el mini, y lo más importante: un gran vestidor.
Sin embargo, ahí estaba. En mi casa imperfecta, ocupando mi sofá de segunda mano y bebiéndose mi modesto vino. La opción de irse a un hotel, me dijo, no la contemplaba porque necesitaba compañía. ¿Has pensado en la tele o un buen libro?, pensé, pero no se lo conté porque me parecía demasiado cruel para alguien inmerso en un duelo.
Bea no estaba preparada para una ruptura. Es una de esas personas que necesita a alguien a su lado, sin importarles demasiado quién. “Nunca pensé que esto me pudiera pasar a mí, ¿te lo puedes creer?, ¿a mí? no sabe lo que ha perdido, éste se va a enterar”, llegó a decirme. Creo que estaba más apenada por el fracaso que por la pérdida del cariño de su marido.
No sé si Óscar se iba a enterar pero desde luego yo sí: dos días enteros con ella en casa, escuchándola hablar de su ruptura sin parar y probándose mis zapatos. Estaba al borde de un ataque de nervios, así que decidí que había que pasar al ataque. O la encontraba un entretenimiento rápido o este verano iba a ser muy largo. Así que recurrí a Juan, que a su vez recurrió a su amigo Pedro y los cuatro fuimos a cenar a la Maripepa.
Obviamente las posibilidades de que Bea y Pedro se gustasen eran prácticamente inexistentes. Para resumirlo brevemente, Bea era la típica pija vasca y Pedro el típico hippy dejado. Pero Juan no pudo encontrar ninguna opción mejor que quisiera hacernos el favor.
Así que ahí estábamos los cuatro, yo rompiendo el pan y Juan tratando de hacer lo mismo con el frío hielo que se había instalado en la cena.
Pedro puso mucho por su parte hasta los postres, cuando harto de las contestaciones de Bea dijo: eres un poquito borde.
Lo que siguió fue como asistir a un partido de tenis. Juan y yo girábamos la cabeza hacia un lado y hacia otro, viendo como dos auténticos desconocidos trataban de ganar un partido. La discusión continuó hasta el bar de copas, pero ahí ya nos relajamos. Sobre todo, porque no les oíamos. A las dos de la mañana, decidimos batirnos en retirada.
Bea apareció el domingo por la tarde en mi casa. Para recoger sus cosas porque, al fin, vuelve a casa. A la suya, quiero decir. No me dijo nada de Pedro, pero sé por Juan que pasaron la noche juntos y que Pedro quiere ir a verle el fin de semana siguiente a Bilbao.
En el amor, como en el juego, no hay nada escrito. Por mucha ventaja con la que partamos, por mucha ilusión que le pongamos, por mucho que menospreciemos a los rivales, puede que el resultado de la batalla no sea el que esperamos. Sin embargo, nunca debemos olvidar que lo importante no es la batalla, sino no no perder la guerra y, sobre todo, que los jugadores no se instalen en tu casa.
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