Si a él no ¿entonces a quién?
Marcos Cuesta Álvarez, 80 años, cerca de 90 kilos, víctima de un accidente de tráfico que le dejó secuelas que se suman al desgaste de la edad. No se vale por sí solo. Su mujer cuida de él, pero para ellos no hay ayuda
I. Herrera León
Ha de ser una santa para que cuando le pregunten que qué pasó con la ayuda a la dependencia que pidió para su esposo Sara conteste con su imborrable sonrisa: “Nada, que no nos la dieron”. Por supuesto, esto sorprende a todos cuantos conocen a Marcos Cuesta y preguntan entre incrédulos y enfadados: “¿Cómo que no te la dieron?”. Sara cuenta entonces que llegó un día un hombre (un técnico de la gerencia de Asuntos Sociales de la Junta de Castilla y León) para valorar su caso. La visita duraría apenas cinco minutos pues todo lo que comprobó fue si Marcos era capaz de abrir una botella de agua y de pinchar un pedazo de filete con el tenedor para llevárselo a la boca –casualidad que estuvieran comiendo el segundo plato y no llegara en el momento de la sopa–. Marcos, hombre voluntarioso, lo hizo lo mejor que supo y hubiera seguido esforzándose si le hubiera hecho más pruebas, pero no hubo más. La botella y el filete, y como el funcionario entendió que no existían en su caso dificultades para desarrollar las actividades básicas de la vida diaria, su solicitud fue desestimada.
Y Sara todavía tiene humor para decir, de todo corazón, “habrá gente que lo necesite todavía más”.
Marcos tiene 80 años, año arriba año abajo, pesa sus 90 kilos más o menos y su movilidad, además de por la edad, se resintió tras un grave accidente de tráfico que tuvo lugar hace casi dos años. Él iba conduciendo cuando un camión se le echó encima. Estuvo en la UVI en coma, pensaron que iba a recuperar todavía menos de lo que lo hizo, pero Marcos es tenaz y fuerza de voluntad le sobra y trabajó muy duro para ponerse lo más en forma posible, para lograr un mínimo de movilidad que poco a poco va perdiendo. Aun así, no puede levantarse sólo, ni acostarse, ni ducharse, ni llevarse una cuchara a la boca… Y todo esto lo hace Sara tirando de una fuerza que saca de donde no la tiene, cargando con los 90 kilos de su marido, invirtiendo horas y horas en una labor tan cotidiana como ducharle, dándole la sopa, acostándole… y todo con un cariño y un humor envidiable.
Por supuesto que estará cansada, pero no lo dice. Se juega la vida, y la de su esposo, cuando se lo ‘echa’ encima para meterlo en la bañera, por ejemplo. Y no se queja. Ha pasado noches y noches enteras junto a su marido porque se le ha caído y ella sola no puede levantarlo, esperando que salga el sol en el pueblo y algún vecino le ayude.
¿Es o no un caso de dependencia el de Marcos? Pues dicen que no es para tanto, pero que si querían, le mandaban a una persona a que le hiciera la limpieza de la casa. Y Sara, en otro gesto de honestidad y dejando, sin quererlo, más claro que el agua que si pedía la ayuda era porque la necesitaba, dijo que no, que ella para lo que no necesitaba no quería ayuda y limpiar su casa lo puede hacer sin problema.
Sara y Marcos viven solos en Cármenes, en una casa de empinadas escaleras con pocas facilidades en cuestión de movilidad. Sin entrar a valorar grados de dependencia, Sara necesitaría a alguien que le ayudase a levantar y acostar a su marido, así como a ducharle. El resto, ella se apaña, le da de comer, le acompaña en su paseo –cada vez más corto– un día sí y otro también, cocina, compra, friega… y no pierde la sonrisa. Ni si quiera ahora, que una carta con cuatro papeles grapados le dice que, en su caso, no consideran que necesite ayuda. ¿A quién le conceden entonces este servicio?
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