Auri sacra fames (“maldita codicia del oro”)
La Eneida, Virgilio
Qué difícil debe de ser mantenerse honrado (tanto o más que mantenerse sobrio para el alcohólico), sobre todo cuando quien lo pretende, padece de esa enfermedad tan sutil y autodestructiva como lo es la codicia. De sus síntomas, disfraces, daños personales y colaterales y otras características hay abundante literatura que puede usted consultar en cualquier medio de comunicación de los de hoy. Tiempo es una buena elección, aprovechando que está a tiro de escupitajo y tiene tanta constancia o más de los hechos consumados que acompañan a los que padecen esta poderosa y burlona patología del alma.
Que yo a lo mío, que ha costado lo suyo.
Este «afán excesivo de riquezas» indica singularidad en el afán y pluralidad en los objetivos, las riquezas. Lo que convierte a la codicia en un «apetito desordenado» o «deseo vehemente de algunas cosas buenas». El DRAE, como ya es habitual entre palabras, nos deja con la miel en los labios con eso de las “cosas buenas”, que, sospechamos, se refiere a dineros, bellezas, poderes, privilegios y placeres mundanos o todo a la vez; de ahí, la avaricia. Sea como fuere, es hija de la concupiscencia y por ahí va los tiros de esta crónica, pues qué otra cosa sino codicia es ese ansia inmoderada y siempre cachonda y dispuesta a la satisfacción deshonesta, sed non satiata, de estos enfermos patrios de calderillas exponenciales y ajenas.
Nos llama la atención (siempre dispersa) las muchas artes y asaces contubernios en que caen de continuo estos hideputas y malandrines con tal de apropiarse incluso de lo que no hay para que sea de alguien o alguno. Buscan y cavan, rebuscan y recaban (esta vez con «b»), se ensucian las manos hacendosas en los estercoleros y muladares vecinos, por sus sobras los conoceréis, y doblan el espinazo tan erguido y orgulloso como el de un cadáver en rigor mortis, y atesoran y acumulan con el saco entre los dientes de oro, a punto de desfondarse como las preferentes de la Bankia, y siguen hozando como cerdos por entre el mantillo.
Dice el Diccionario de Covarrubias sobre la cupiditas (que suena a sarpullido adonde no alcanza la mano) y en referencia al refrán “la codicia rompe el saco” que «dijose de los que quieren allegar tanto, que al fin suelen perder todo. Está tomado este refrán de uno que hurtaba de un arca dineros y echábalos en un saco, pero apretándolos mucho para que cupiesen más, rompió el saco por el asiento y vertiolos todos; en tanto, fue sentido con el ruido y apenas se pudo escapar con nada». Quizá habría que actualizar la parte final en que escapan con casi nada y, de paso, cambiar todo el refrán por “la codicia llenó el saco y se rompió el arca”, porque no de otra forma puede entenderse hoy en día, el nuestro y también el de ellos, que después de desvalijar y adueñarse de tapadillo y por detrás, salgan por delante con traje del mejor corte inglés y la billetera repleta de tarjetas exprés.
La codicia, cómo no, del latín, cupiditas, “deseo, pasión, ansia ardiente” tiene su raíz en la figura mitológica de Cupido (el hijo de Venus, y dios del amor, por ello o por tanto, con sus flechas de mercadillo chino y que ha hecho de los catorce de febrero auténticos agostos para corazones ingenuos con o sin tarjeta) que inflama con sus dardos envenenados de amor el espíritu de los amantes. Es tan grande el deseo de poseer y tan vehemente el escozor de la entrepierna que no es extraño que estos banqueros buscones y bragados se vayan de borrachera, farra y putas con la negra estela que dejan los barcos chapapoteros.
Uno podría pensar que debía caérseles la cara de vergüenza, pero la cosa no acaba ahí, pues la vergüenza es cosa de vergonzosos y vergonzantes, no de estos tipos curtidos en efemeis y ex secretarías de Estado de Haciendo Lo Que Me Da la Real Gana, se PONGA usted como se PONGA. La codicia no es un defecto o una tara, es toda una actitud, arrogante y descarada que sonroja solo a los desgraciados de sofá, intelectuales de pacotilla metidos a tertulianos y a los podemos pero no sabemos cómo. Los codiciosos presumen y alardean de bravura ante el peligro, consumen entre diplomacias consentidas y protocolos legales de duración indeterminada. Son hombres y mujeres sin honor que se huelen entre ellos y se reconocen y arrejuntan después de la refriega tarjetera. Les basta la pituitaria y un ligero vistazo a las salivas ajenas para saber que se encuentran entre los suyos, hediondos semejantes de codiciosas entrañas.
Yo que soy de natural desprendido (único antónimo imperfecto que he encontrado para codicioso), y no por virtud, sino por necesidad, y un poco también por cierta indiferencia y desgana ante lo que llevo más de dos décadas sin saber si es mío porque lo trabajo o es de ellos porque se lo debo, apenas logro acumular asombro y perplejidad ante esta codicia desmedida (¿a qué tanto?) e inútil (pues lo que solo sirve a sí, acaba agotándose en sí), vírica y ponzoñosa como la gonorrea (los pobres o medianos quieren lo que tiene el rico avaricioso, y éste lo que le queda al pobre o mediano para seguir medrando en una espiral sin sentido que contagia inexorable y sin piedad la más férrea y hermosa de las voluntades).
No es extraño, queridos lectores, se PONGA usted como se PONGA, y va para RATO largo, que un chaval con el rostro salpicado de mentiras y delatores granos se haya colado entre los poderosos como José María por su casa y les haya metido bien doblada esa espada jaspeada con que estos sinvergüenzas de manual parten y reparten cada día esta España a medias (ya no son dos, y basta con la mitad para helarte el corazón) y acomplejada. Quizá debamos decir con el historiador y educador del emperador Claudio, Tito Livio, aquello de conciere multitudinem ad (“convocar a la multitud –o lo que queda de ella- hacia sí”) y montarnos un chiringuito en Andorra con las sobras y raspas y miasmas menores que estos modernos cárteles de la res nos dejen.
VALE
Comentarios recientes