Se acabó la Transición
Alfonso Guerra seguirá en la política, pero de otra manera. Después de 37 años como diputado deja su escaño. Desaparece así del Congreso el último político que vivió directamente y hasta organizó en parte la Transición española a la democracia.
Habían pasado 41 años desde que, en la II República, los españoles habían elegido directamente en las urnas a sus representantes políticos. Era el 15 de junio de 1977. Exactamente dos semanas antes, Alfonso Guerra, por entonces vicesecretario general del PSOE, había cumplido 37 años. En aquellas primeras elecciones generales de la nueva democracia ganó su escaño por Sevilla y lo ha mantenido durante otros 37 años más. Como él mismo cuenta, estuvo 37 años bajo una dictadura y ha vivido otros 37 como diputado.
Aquellos primeros momentos de la Transición eran difíciles. Entre otras cosas, porque los partidos políticos no tenían experiencia en las lides democráticas. Se celebraron las elecciones, los españoles eligieron a 350 diputados, pero ni ellos mismos sabían cómo se iban a organizar en el Congreso. La primera vez que Alfonso Guerra pisó ese palacio, como él mismo recuerda, accedió a su interior por una puerta situada en la calle Floridablanca. El pasillo era largo y muy señorial. Un representante de cada partido político había sido convocado por el presidente de aquellas primeras Cortes democráticas, Antonio Hernández Gil, para ver cómo ponían en marcha la institución. Habían acudido todos pero a Alfonso Guerra le esperaba una sorpresa. El primer diputado que vio en su camino hacia la zona de los despachos era Manuel Fraga, presidente de Alianza Popular, y exministro franquista.
La situación era tensa, al menos para un Alfonso Guerra que, como recuerda él mismo, había visto a Fraga en el NODO (un noticiario franquista que se proyectaba en los cines antes de las películas) y que, además, cada vez que como ministro de Gobernación declaraba el estado de excepción en España, a Guerra le tocaba buscar refugio en un pueblo andaluz, en una casa que no era la suya, por si iban a buscarle las fuerzas del orden para detenerlo. ¿Qué pasó? Pues nada grave. Ambos se miraron, hicieron como que se separaban mientras se cruzaban y se dieron los buenos días. Alfonso Guerra suele comentar que después de aquel primer momento de tensión entendió que en aquel sitio (el Congreso de los Diputados) se podía tomar café con todos sin que pasara nada malo. Había llegado la democracia.
La Constitución.
Quizás el encargo más difícil de cuantos tenían aquellas primeras Cortes democráticas era la redacción de una Constitución en la que cupieran todos. Que no fuera como las muchas que hubo en siglos anteriores, que eran derogadas sistemáticamente cada vez que había un cambio de signo político en los Gobiernos de la época. Esta tenía que durar lo suficiente como para asegurar que los españoles pudieran asentar la recién estrenada democracia. Pues manos a la obra. Dentro del Congreso se formó una ponencia integrada por siete personas: tres miembros de UCD, dos del Partido Socialista, uno del Partido Comunista y uno de Alianza Popular.
Los socialistas –según recuerda Alfonso Guerra– se percataron de que esa composición de la ponencia no arreglaba los problemas, porque había dejado fuera a los nacionalistas y construir un Estado sin contar con ellos generaría inestabilidad. Por entonces, los partidos nacionalistas (vascos y catalanes) tenían un solo grupo parlamentario, llamado vasco-catalán al que de alguna manera había que integrar. Hubo conversaciones entre el PSOE y UCD, pero estos últimos no estaban dispuestos a ceder uno de sus tres puestos en la ponencia. Dentro del PSOE habían llegado a un acuerdo para que los dos miembros del partido en la susodicha ponencia fueran Gregorio Peces Barba y el propio Alfonso Guerra, que finalmente renunció a su puesto para que fuera ocupado por un nacionalista y así es como el catalán Miguel Roca entró a formar parte del grupo al que la historia bautizaría después con el sobrenombre de padres de la Constitución.
Pero ahí no acabaron los problemas generados por la redacción de la Carta Magna. Como comenzaron las discusiones sobre el texto y su posterior votación en la Comisión Constitucional del Congreso, se advirtió enseguida que todas las votaciones se resolvían siempre por dos votos a favor de las propuestas de UCD y Alianza Popular. Y Alfonso Guerra volvió a aparecer. En mayo de 1978 llamó personalmente al vicepresidente del Gobierno de entonces, Fernando Abril, para decirle que si esa tónica se mantenía en todas las votaciones, de allí iba a salir otra Constitución pendular, como las de los siglos anteriores, un texto que no podría acoger a todos. Había que hacer una Constitución por consenso y así se hizo. ¿Cómo? Pues invitando a todos a trabajar en ello. Se creó una especie de comisión paralela en la que ya estaban todos representados, incluidos el Partido Nacionalista Vasco, que no estaba en la ponencia y solo se negó a participar Manuel Fraga, que dijo que no haría nada fuera de la Comisión Constitucional. Finalmente se consensuó un texto que fue aprobado por una gran mayoría de los españoles en un referéndum convocado para ello.
Cuando echa la vista hacia atrás, recuerda aquellas difíciles negociaciones constitucionales y las compara con la situación actual y los problemas surgidos con los nacionalistas catalanes, le viene a la cabeza que en mitad de todas aquellas conversaciones hubo un diputado de una opción minoritaria que pidió que la Constitución reconociera el derecho de autodeterminación, y los nacionalistas vascos y catalanes lo rechazaron, lo cual daba paso a un pacto que ahora siente roto.
En la brecha.
Alfonso Guerra, que como se ve tuvo un papel importante en aquellos inicios de la Transición, llevaba ya muchos años en política, a pesar de que eso era ilegal en España. Hijo de un obrero fundidor, natural de Sevilla, este undécimo hijo de un matrimonio humilde que tuvo trece vástagos, estudió primero, y con beca, Ingeniería Técnica Industrial en la Escuela de Peritos de su ciudad natal. Mientras estudiaba, y como otros muchos jóvenes de la época, se sacaba algún dinerillo dando clases particulares a otros estudiantes y en 1964 se hizo profesor de verdad, ya con nómina y cotizando a la Seguridad Social.
En la universidad había conocido a Felipe González y después, mientras daba clases de Ingeniería Industrial, estudió Filosofía. Aún en su etapa de universitario, en 1960, Alfonso Guerra se afilió a las Juventudes Socialistas (por entonces ilegales) y participó decididamente en la reforma interna de la organización. Dos años más tarde dio el salto y se afilió al PSOE en Andalucía. Allí inició una carrera interna dentro del partido que le llevaría a ser nombrado secretario de Información y Prensa del Partido Socialista en el famoso congreso de Suresnes (Francia), en el que Felipe González fue nombrado secretario general del PSOE. Una vez aprobada la Constitución, se celebraron nuevas elecciones generales en 1979. Guerra revalidó su elección como diputado por Sevilla, cosa que ha seguido haciendo puntualmente en todos los procesos electorales hasta el último, en 2011. Pero si hay uno que Alfonso Guerra recuerde, y muchos españoles también, fue el de octubre de 1982. Fueron, como dice Miguel Ríos en una de sus canciones, tiempos de cambio. El PSOE llegó al poder con mayoría absoluta tras la práctica desaparición de UCD. Francisco Fernández Ordóñez, uno de los pocos políticos que fueron ministros primero con UCD y luego con el PSOE, confesaba en privado, pocos meses antes de aquellas elecciones, que los socialistas iban a ganar de forma clara. Lo que no imaginaba nadie es que lo hiciera con aquella rotundidad. Obtuvo 202 de los 350 diputados del Congreso, logrando la mayoría más absoluta que se ha dado en la Cámara en toda su historia reciente.
Precisamente de aquellas elecciones muchos españoles recuerdan dos cosas: una, la habilidad de Alfonso Guerra para manejar los datos, ya que pocos minutos después de cerrarse los colegios electorales vaticinó que su partido sacaría 202 diputados y clavó el número. La otra, que además de ser el segundo de Felipe González en el aparato del PSOE, la victoria electoral llevaría a Guerra hasta La Moncloa, donde ejerció de vicepresidente del Gobierno hasta 1991. Desde entonces nunca más ha estado en un Gobierno, pero sí en la organización interna del partido. Responsable de la preparación de las campañas socialistas y los procesos electorales desde 1977, Guerra dejó de ejercer esas funciones en 1993 y ya en 1997, cuando González renunció a presentarse a la reelección como secretario general, su número dos también lo hizo. Ya sin cargos dentro del aparato oficial del PSOE, Alfonso Guerra ha continuado hasta ahora como diputado y desde 1997 preside la Fundación Pablo Iglesias.
El momento actual.
Precisamente en esa fundación va a seguir trabajando un Alfonso Guerra que dice que seguirá en política (no puede ni quiere olvidarla), pero solo desde el prisma del análisis. “Si me llaman del partido para algún acto y puedo ayudar –dice– lo haré encantado”. Aunque eso sí, apartado de los avatares diarios. Este mes de enero cumplirá con los requisitos formales: envío de una carta de renuncia al presidente de la Cámara y entrega de su declaración de rentas y patrimonio para dejar su escaño al siguiente en la lista. En febrero, cuando se reanude el nuevo periodo ordinario de sesiones del Congreso, Alfonso Guerra no estará allí, ni en su escaño ni en su despacho. Pero sí quedarán los análisis que ha venido haciendo durante los últimos años acerca de cómo ha afectado la crisis a los españoles.
Convencido como está de que la crisis financiera se ha cebado en una clase media que él considera fruto en gran medida de la primera etapa de Gobiernos socialistas, no se esconde a la hora de decir que en su opinión la salida a los problemas económicos se ha gestionado mal y mucho peor aquí, en Europa y en España, que en los mismísimos Estados Unidos, donde recuerda que las autoridades no tuvieron prejuicios a la hora de dejar caer a un gran banco como Lehman Brothers, mientras en Europa se tiende a pensar que el cierre de un banco supone la caída de la economía mundial “y no es verdad”, añade.
Dolido por los cientos de casos de corrupción que van apareciendo, recuerda que al menos esto sirve para que se vea cómo la Justicia, aunque lenta, en España acaba funcionando y que cuando un papel entra en un juzgado, podrá tardar más o menos, pero al final se llega hasta el final del asunto. Tampoco puede dejar de pensar en el drama del desempleo y en la precariedad en la que ahora viven muchas familias, mientras los millones se mueven por paraísos fiscales evadiendo impuestos. Firme partidario de la desaparición de estos territorios fiscalmente opacos, llega a proponer como solución que las entidades financieras que operen con ellos pierdan la licencia bancaria. Para ello sería necesario que lo hicieran todos los países a la vez, cosa que de momento no parece probable, aunque Alfonso Guerra es partidario de trabajar para arreglar las cosas en lugar de lamentarse. Esa ha sido su inspiración en la política durante los más de cuarenta años que lleva ligado a ella.
Alfonso Guerra quería irse discretamente y lo ha conseguido solo en parte. No se han celebrado grandes actos de despedida, pero los diputados quisieron hacerle una especie de pasillo delante de la Puerta de los Leones. la Transición ya no estará en el Hemiciclo.
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