Preferentes
Suelen hacerlo a la misma hora. En torno a las tres de la tarde. Enfilan la calle, una vía residencial poco concurrida, y aparcan los coches en paralelo. Después la mujer abandona el suyo para subirse al de él.
La primera vez me parecieron una pareja que había errado su camino. Hoy mismo acabo de confirmarlo, porque una calle como la mía solo se toma si uno decide vivir en ella. Lo demás, el simple atajo, no conduce a ninguna parte.
Dentro del coche, abren una bolsa de alguna cadena de comida rápida y almuerzan, mientras se devoran a besos. Así transcurre más o menos una hora. A veces hablan mucho y se besan menos, y otras, al contrario. Pero indefectiblemente, consumido este tiempo, ella sale del vehículo, entra en el suyo, arranca y se marcha. Cinco minutos después, él hace lo mismo siguiendo sus rodadas calle abajo.
Menos hoy. Cuando salía a correr, he advertido que no estaba ninguno de los coches. Al principio, apenas le he dado importancia, apretando el paso para no distraerme. Soy un hombre observador, sí, pero sobre todo me considero metódico; por eso trato de que nada desvíe mis primeras intenciones.
Ha sucedido al regresar. Cualquiera hubiese pasado de largo, pero, a las anteriores virtudes, añado la de curioso. De ahí que ese papel arrugado me cautivara enseguida. Estaba junto a los contenedores de reciclado, donde ellos suelen estacionar, y entre sus pliegues he distinguido algunas letras. No me he resistido a rescatarlo del suelo, desplegarlo y leerlo. Esto decía:
“Me pudo la clandestinidad. Lo siento, sé que el amor oculto se devalúa y el mío ya no cotiza en bolsa. No es que haya sucedido de repente, sino poco a poco. Primero era el miedo a ser vistos, luego –y no te voy a engañar– la incomodidad de tu coche, cuya palanca de cambios me ha dejado una mella en el muslo de por vida. Además tampoco soporto los sándwiches de cangrejo. Te has tirado un año comprándomelos y me los has entregado con esa carita tuya de complacencia, como si fuese caviar lo que ponías en mi boca, que cualquiera te confesaba lo poco que me gustan.
Y, por último, estamos nosotros. Esta sí es una razón de peso, como el que he ido echando desde que nos enredamos en este amor silencioso. Un culo como una mesa camilla. Menos mal que tú has sido un señor y, en lugar de aludir a él, lo acariciabas con gusto. No sabemos qué hacer con esto que nos creció entre las manos, en mitad de la sucursal. Entre cuentas bancarias; mientras en el mostrador yo atendía a los clientes y tú ideabas suculentas operaciones para ellos. Al final, la maldita crisis dio al traste con las preferentes y tú y yo nos volvimos sacrificables.
La verdadera razón para acabar con esto es que no somos nada más que el interior de un coche una hora al día…”.
Cuando he terminado de leer, les confieso cierta complacencia porque su cariño se haya roto. Los que han engañado a la gente con embaucamientos bancarios no se merecen tener paz. Entonces he bajado la calle y antes de entrar en mi casa lo he visto: al tipo en su monovolumen y llorando como una magdalena.
No he sentido lástima. Ahora, no deja de ser paradójico encontrarse con los secretos de un amor secreto allí donde dejamos la basura.
Comentarios recientes