¿Para qué hace falta Dios?
Stephen Hawking asegura en su último libro que Dios no es necesario para explicar la aparición del universo. Si eso es así, ¿para qué lo necesitamos? Es más: si no es el Creador, ¿existe siquiera? El debate está de nuevo abierto.
Desde su silla de ruedas, en la que lo tiene recluido una esclerosis lateral amiotrófica que le permite casi nada más que mover los ojos y pensar, el célebre astrofísico StephenHawking ha tirado una piedra a un charco que, desde hace algún tiempo, se mantenía tranquilo. Ha dicho que Dios no fue necesario para la creación del universo. La prensa ha calentado su afirmación y ha titulado “Hawking: Dios no creó el universo” (The Times, 1 de septiembre pasado), lo cual parece lo mismo pero no lo es, porque ningún científico riguroso se atrevería a proclamar siquiera que dos y dos no suman cinco sin añadir “a la luz de los conocimientos actuales”. Pero el caso es que Hawking, seguramente el hombre de ciencia más conocido y respetado del mundo desde Albert Einstein, ha vuelto a poner sobre la mesa la teórica irrelevancia de Dios para explicar la existencia del cosmos, lo cual es tanto como decir que Dios no existe. Porque, si Dios no creó el universo, ¿qué sentido tiene, qué falta hace?
Las reacciones han sido muy numerosas y bastante previsibles. Los líderes religiosos, con argumentos más o menos consistentes, rechazan la propuesta de Hawking. Una de las primeras respuestas fue la del Papa Benedicto XVI, quien, a través del servicio de prensa del Vaticano, criticó la “fuerte corriente laicista que quiere eliminar a Dios de la vida de las personas y de la sociedad, tratando de crear un paraíso sin Él (…) Todos los valores sobre los que se basa la sociedad vienen del Evangelio, como el sentido de la dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo o de la familia. La experiencia enseña que un mundo sin Dios es un infierno en el que prevalecen los egoísmos, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, de alegría y de esperanza”.
El Papa, pues, considera que Dios, y más concretamente el Dios de los cristianos, no sólo existe sino que es indispensable para el mantenimiento de un orden moral en el mundo. Pero es obvio que no responde a los asertos de Hawking, así que otros han ido un paso más allá. El jesuita Guy Consolmagno, astrónomo del Observatorio del Vaticano, asegura que el científico “no ha explicado claramente por qué existe algo en lugar de nada. Sólo ha dicho que algo viene de algo (…) Dios es la razón por la cual el espacio, el tiempo y las leyes de la naturaleza confluyen en las fuerzas de operación de que habla Hawking; Dios es la razón por la cual la existencia misma existe”.
Por seguir con las opiniones católicas, Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo, sostiene que “basta tener las antenas bien puestas y la cobertura suficiente para entender que Dios está, emite, tiene algo que decirnos, mucho en lo que acompañarnos y, con su acostumbrada discreción, está presente (…) Es el creador del universo desde hace mucho tiempo; Hawking, como cualquier paisano, puede decir su verdad y la dice, pero tiene que comprender que otros pensamos de forma distinta y además podemos argumentarlo”. Puede verse que en realidad no lo hace: el arzobispo da por hecho que Dios existe, le atribuye una “acostumbrada discreción” y sostiene que, a poco que uno esté atento, “entenderá” su presencia.
Lo mismo, o casi, viene a decir Sheik Ibrahim Mogra, imán de Leicester (Reino Unido) y miembro del Consejo Musulmán Británico: “Dios nos llama a admirar su creación, a comprender su presencia. El hecho de que tenemos un universo extraordinariamente complejo que sigue creciendo ante nuestros ojos es la evidencia más poderosa posible de la existencia de un creador”.
Entre la comunidad científica y entre los filósofos la reacción más común ha sido de cierta estupefacción. Lo que ahora dice Hawking (que Dios no es necesario para explicar la aparición del universo) es una idea que tiene, como mínimo, 2.500 años; y que en los últimos cien ha adquirido la categoría de teoría física y matemática hasta hoy no refutada. Más de uno sugiere, con cierta sorna, que Hawking ha tirado su piedra al charco con la intención de que su nuevo libro, The Great Design (El magnífico diseño), se convierta en un éxito de ventas del tamaño de sus famosas Historia del tiempo (1988) y Breve historia del tiempo (2005), obras de divulgación científica que alcanzaron la condición de best-seller en medio mundo.
Una idea muy vieja.
Pero, ¿dice Hawking algo que no se supiera ya, o al menos que él mismo no hubiese dicho antes? No. Demócrito, en el siglo IV antes de nuestra Era, ya decía que “todo cuanto existe es fruto del azar y de la necesidad”, aunque él prefería la necesidad; Epicuro, más o menos un siglo después, se decantaba por el azar. Tito Lucrecio Caro (siglo I a.C.), en su obra De rerum natura (De la naturaleza de las cosas), afirmaba que “no hay cosa que se engendre a partir de nada por obra divina jamás”. Y añadía: “En modo alguno el ser del mundo se ha creado por obra divina en beneficio nuestro: de tan grandes flaquezas está aquejado”.
La lista es interminable. Thomas Hobbes , en el siglo XVII y en su Leviatán, explica que la mayoría de los hombres, “incluso los filósofos paganos”, creen que debe haber un primer motor, una causa de todo lo existente, “que es lo que los hombres quieren significar con el nombre de Dios (…) Pero el reconocimiento de un Dios eterno, infinito y omnipotente puede fácilmente derivarse del deseo que los hombres tienen de conocer las causas de los cuerpos naturales y de sus varias virtudes”. El ensayista y poeta Percy B. Shelley ya decía, a principios del XIX, que “mientras no se demuestre claramente que el universo fue creado, será razonable suponer que ha perdurado por toda la eternidad”.
Así Stuart Mill, George Elliot, Darwin (“cuanto más sabemos acerca de las leyes fijas de la naturaleza, más increíbles resultan los milagros”), Emma Goldman, Einstein (“no puedo demostrarles que no exista un Dios personal, pero si hablase de él sería un mentiroso”), Bertrand Russell y, ya en nuestros días, Carl Sagan, Richard Dawkins, Victor Stenger… y desde luego StephenHawking, quien, hace nada más que cinco años, escribía esto en su Breve historia del tiempo: “Mientras el universo tuviera un principio, podríamos decir que tuvo un creador. Pero si el universo fuese independiente de verdad, sin límites o bordes, no tendría principio ni final: sería, simplemente. ¿Qué sitio quedaría entonces para un creador?”.
Dios y Corea del Norte.
Resulta muy difícil creer que un hombre como Hawking se haya convencido, en estos cinco últimos años y no antes, de que el universo no tiene principio ni final, lo cual, según él, excluye (o hace innecesaria) la hipótesis de Dios, que es lo que dice ahora. Es más, en 2007 ya aseguró algo prácticamente igual en su libro La teoría del Todo: origen y destino del universo, publicado en España por Debate. Y abundan las declaraciones, viejas y no tanto, en las que el gran astrofísico dice que usa la palabra Dios “en sentido metafórico” (algo muy semejante hacía Einstein). En junio pasado, en una entrevista de la ABC News le preguntaron qué posibilidades había de que ciencia y religión llegaran a confluir. Respuesta: “Es más sencillo que Corea del Norte gane el mundial de fútbol”. Así que no puede decirse que StephenHawking haya sido nunca lo que se entiende por un creyente.
Pero, ¿lleva razón o no? ¿Se puede demostrar que Dios no creó el universo? La pregunta es enormemente malvada, porque invierte lo que en Derecho se llama “la carga de la prueba”. Uno tiene que demostrar que tal cosa, lo que sea, es verdad o existe; no que no existe. Es el célebre ejemplo de la “tetera de Russell”. Escribía el gran filósofo: “Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es demasiado pequeña como para ser vista aun por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo ilustrado… o la del inquisidor en tiempos anteriores”. Esta ¿broma? deja claro que lo que hay que demostrar es que Dios existe, no que no existe.
Y ambas cosas son dificilísimas, porque, como han dicho numerosos pensadores a lo largo de la Historia (quizá el más brillante sea David Hume), la ciencia trabaja con hipótesis, se basa en teorías que hoy pueden parecer firmísimas pero que están siempre en revisión; la religión y la fe, sin embargo, se basan en la autoridad, es decir, en dogmas que está prohibido cuestionar.
Así, creer que Dios hizo el universo es muy sencillo: basta con eso, con creerlo, como dicen los libros sagrados, y no hay que hacerse más preguntas. Es lo que decía san Agustín de Hipona en una frase tremenda: “Hay una forma de tentación llena de peligro. Es el mal de la curiosidad. Esto es lo que nos lleva a probar y a descubrir los secretos de la naturaleza, aquellos secretos que están más allá de nuestro entendimiento, que no nos sirven para nada y que el hombre no debería desear aprender”. Eso es la negación del motor del pensamiento humano desde la Prehistoria: la curiosidad, el preguntarse lo que uno no sabe.
Es muy complicado ser ateo.
Pero afirmar que Dios no creó el universo, en el siglo XXI, es mucho más complicado que creer que sí: el físico y filósofo norteamericano Victor J. Stenger, en su libro God, the failed hypothesis, advierte que comprender los mecanismos por los cuales nadie creó nada, sino que todo procede de la interacción entre materia y energía (algo que Einstein formuló en 1905), necesita de unos conocimientos matemáticos y físicos que no están al alcance de cualquiera.
Hoy es indispensable haber estudiado muchísimo para ser ateo desde el punto de vista científico. Carl Sagan, en La diversidad de la ciencia, plantea la viejísima argumentación de la causa primera, que hicieron célebres Santo Tomás de Aquino y muchos más, entre ellos el lógico indio del siglo X Udayana. Puede resumirse así:
-Todo lo que existe tiene una causa, y lo primero que existió también debió tenerla. Esa causa es Dios, que creó, por tanto, el universo.
-¿Y quién creó a Dios?
Dice Sagan: “Prácticamente todos los niños formulan esa pregunta y lo normal es que los padres los hagan callar y les digan que no pregunten cosas embarazosas. Pero, ¿por qué decir que Dios creó el universo es más satisfactorio que preguntarse de dónde vino Dios o que decir que el universo siempre estuvo ahí?”.
La diferencia es que ese razonamiento, “alguien tuvo que hacerlo, luego Dios existe”, lo entiende todo el mundo y a la inmensa mayoría de los seres humanos, durante más de un millar de años, les ha parecido convincente. Pero poquísimas personas saben siquiera de qué va la cosa cuando leen o escuchan que toda la materia del universo, comprimida en un punto minúsculo, estalló hace 15.000 millones de años (el big bang) gracias a las propias leyes de la Física, sin necesidad de que interviniese nadie más; y comenzó a expandirse, y luego a comprimirse, o las dos cosas, o lo uno detrás de lo otro ininterrumpidamente, eso según el científico que lo formule.
Porque se trata de eso: de teorías basadas en los conocimientos empíricos que hoy tiene… ¿quién? ¿La gente que pasa por la calle? No: los científicos como Einstein, Stenger, el fallecido Sagan, Richard Dawkins, Christopher Hitchens o el propio Hawking (entre muchos más), para quienes la innecesariedad de la “hipótesis de Dios” está, desde hace un siglo, tan clara como que dos y dos son cuatro. Y sus teorías están en revisión tan permanente como la que dice que dos y dos son cuatro. Que lo está, como toda la ciencia.
Pero hay otro hecho incontrovertible. Todas las civilizaciones de la Historia, desde los hombres del Paleolítico hasta nosotros, han vuelto la mirada hacia Dios, o hacia quienes ellos y nosotros llamamos Dios, o dioses. No hay una sola excepción. ¿Es posible que unas pocas docenas de investigadores y pensadores a los que muy pocos entienden, y que han trabajado sólo en los últimos cien años, tengan más razón que la inmensa mayoría de los seres humanos que han poblado el mundo desde que el primer homo sapiens aprendió a hablar?
Como posible… es posible. Pero resulta estrepitosamente difícil de admitir. Es evidente que el hombre ha necesitado siempre a Dios. La pregunta es para qué. Y la respuesta más convincente no está tanto en las religiones (que son una consecuencia de esa necesidad, no su causa primera) como en la filosofía.
En el principio fue…
Dicen las Sagradas Escrituras que “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”. Ya bastantes griegos y romanos comprendían que, en realidad, fue al revés: es el hombre quien ha ido imaginando o creando a sus sucesivos dioses a medida que los necesitaba, y los necesitaba, básicamente, para dos cosas.
La primera, explicar lo que no entendían. Un rayo, un volcán, un mar agitado, la sucesión de las estaciones, el indispensable calor del sol… Todo eso producía temor, o inquietud, o muerte, o vida; o, sin más, preguntas difíciles. El hombre divinizaba los fenómenos o hechos naturales, bien para buscarles una explicación sobrenatural (alguna había que darles) o bien para propiciarlos y tenerlos contentos. La magia y las religiones tienen, pues, la misma madre: el deseo de saber y de sobrevivir. La consecuencia de esto es bien conocida: a medida que el conocimiento humano avanzaba, los dioses iban retrocediendo. Cabría decir que se quedaban sin trabajo.
Pero los dioses han servido siempre para solventar otro problema terrible: la muerte. El hombre es el único ser vivo que sabe, casi desde el principio de su vida, que va a morir. Eso ha producido siempre tal miedo que todas las civilizaciones han buscado, de un modo u otro, vencer a la muerte. Y ahí entra Dios en juego. Porque pocos son los que creen, con Severo Ochoa o Fernando Savater, que la inexistencia de la vida post-mortem no es ninguna tragedia sino un hecho más de la propia vida.
Desde la sofisticación egipcia hasta la resurrección cristiana, desde la reencarnación budista hasta el paraíso del islam, todos han intentado vencer a la muerte. ¿Se ha demostrado que exista vida y conciencia más allá de la muerte física? Al menos hasta hoy, no. Pero ahí entra en juego un elemento que sirve para muchísimo más que para vencer el miedo a la muerte. Es la fe.
Experiencia de vida.
Pasemos por alto dos definiciones extremas, la del catecismo del padre Astete (“Fe es creer en lo que no vimos”) y la burlona de Mark Twain, quien dijo que “fe es creer en lo que sabemos que no hay”. La fe es la esperanza, la creencia de que la felicidad es alcanzable, sea en este mundo o sobre todo en otro, y eso ha proporcionado tranquilidad a miles de millones de personas. Como dice Jean Grondin, canadiense filósofo de la religión, “Dios es una de las mejores respuestas a la pregunta filosófica de por qué existe el ser y no la nada (…) En la religión se ha articulado, y de un modo infinitamente variado, una experiencia de la vida que reconoce en ella un trayecto dotado de sentido, porque esta vida se inscribe en un conjunto que lleva una dirección y que tiene un fin y un origen”. Eso es la trascendencia, para la cual la idea de Dios tampoco es indispensable pero sí enormemente mayoritaria en la Historia. Las leyes que rigen ese principio y ese fin se han reflejado en sistemas que, según los creyentes, no sólo aseguran la vida después sino que hacen que uno sea mejor persona. Dios pasa a ser así una intensa experiencia de vida. Spinoza: “Fácil me será establecer que la autoridad de los profetas no tiene verdadero peso sino en lo que toca a la práctica de la vida y la virtud”.
Es verdad que muchos otros (Hume, por ejemplo) pensaron y piensan que no es necesario creer en ningún dios para no asesinar, robar o mentir; que todo eso procede de la propia esencia de la sociedad. Pero es innegable que millones de personas se han esforzado en obrar bien, para sí mismos y para con los demás, movidos por la idea de Dios. Exista o no. ¿Y esa idea no ha provocado crímenes? Sin duda. Pero también felicidad.
¿Y si, después de todo, existe? Es lo que le preguntaron a Bertrand Russell: ¿Qué hará usted si, cuando muera, se encuentra delante de Dios? Respuesta: “Pues le diría: Señor, ¡es que no nos diste suficientes pruebas!”.
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