En su nueva película Isabel Coixet ha imaginado un futuro no muy lejano, allá por el año 2017, en el que la situación económica y social en España no solo no ha mejorado, sino que ha empeorado de manera alarmante. La crisis, los recortes, las privatizaciones de los servicios y los espacios públicos, el desempleo, la miseria, la incertidumbre y la conflictividad han dejado una huella indeleble en el paisaje que retrata, una Cataluña crepuscular, marginal y desoladora. Pero no es un escenario de corte posapocalíptico al uso: la especulación en la que se sustenta este filme (¿de ciencia-ficción?) no es del todo descabellada.
En el prólogo presenta a los dos personajes protagonistas –Candela Peña y Javier Cámara– y los sitúa en este contexto con pinceladas informativas no exentas de sentido del humor que se escuchan en televisión y se leen en recortes de periódicos. Un ejemplo: un noticiario informa de que un comando ha volado la abominable escultura del aeropuerto para las personas de Castellón -y que se trata de una nueva acción dirigida a destruir todos los lugares emblemáticos de la crisis española-. La introducción pone al espectador en guardia para que pueda llegar a colegir lo que viene después, el drama compartido por la pareja protagonista, únicos personajes del filme.
Éstos se reencuentran cinco años después de una traumática separación para solucionar un trámite burócratico. Quiénes son, de dónde vienen, por qué se reúnen en ese lugar y en ese momento son cuestiones que Coixet sabiamente desgrana en un diálogo que se despliega en dos capas: intercala lo que realmente dicen con unas intervenciones fantasmagóricas, en blanco y negro, en las que los personajes expresan lo que verdaderamente les gustaría decir. Un lirismo formal quizá excesivamente forzado por sus obvios ecos en Resnais, en Bergman, en Cassavetes o en Tarkovsky, pero el recurso aporta una información adicional que no podría darse de otra forma y contribuye a completar el cuadro.
Ayer no termina nunca está rodada con urgencia y exuda rabia: es una respuesta, una llamada de atención y un despertador. Es, en definitiva, un ejercicio cinematográfico conscientemente político en el que envuelve un drama romántico y, obviamente, requiere la complicidad de un espectador comprometido.
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