El segundo largometraje de Christopher Nolan, Memento, es un complejo relato experimental narrado de manera inversa -del desenlace al inicio- que obliga al espectador a enfrentarse a los mismos problemas de percepción que aquejan al protagonista, Leonard Selby. Éste, interpretado por Guy Pearce, recibió un golpe que le dejó inconsciente cuando forcejeaba en su propio hogar con un delincuente que violó y asesinó a su esposa. El impacto le produjo un daño cerebral irreparable que afecta a su memoria reciente, de modo que puede recordar todo lo que almacenaba en su memoria antes del allanamiento, pero es incapaz de conservar durante más de cinco minutos ningún recuerdo de todo lo que le ha ocurrido después, una limitación que impide a la Policía resolver el homicidio. Por esa razón, se tatúa en el cuerpo todas las pistas que acumula en su investigación y fotografía con una Polaroid a todas las personas a las que va conociendo en el proceso, apuntando nombres y comentarios breves sobre su fiabilidad en los márgenes de las imágenes impresas.
La memoria es engañosa y distorsiona la verdad, se repite a sí mismo hasta convencerse de que la mejor manera de encontrar al asesino de su esposa es acumular información útil y establecer nexos lógicos entre esos datos. Lamentablemente, su sistema no es infalible y a lo largo de la película podemos llegar a entender que está siendo víctima de un engaño una y otra vez, a pesar de que todas las pistas le indican un camino que él considera correcto. El resultado es una tautología constituida, paradójicamente, por valores de falsedad.
Guy Pierce en Memento.
Partamos de una suposición atrevida. Imaginemos que durante la celebración de las últimas elecciones generales uno de los votantes -al que llamaremos Sammy Jankis– hubiera sufrido un daño irreparable en la memoria a largo plazo como consecuencia de un accidente ocurrido poco después de abandonar el colegio electoral. Durante su internamiento en el hospital y después de muchas pruebas, los médicos concluyen que su memoria se ha reiniciado y, a partir de ese momento, será incapaz de recordar nada de lo ocurrido antes de depositar su voto en la urna. No obstante, Sammy, un elector responsable y previsor, antes de ejercer su derecho democrático, tomó notas de algunas de las promesas electorales.
Imaginemos un poco más, puestos a suspender la incredulidad, y aceptemos que este individuo, perteneciente a esa masa desideologizada de voto fluctuante a la que se dirigen todas las campañas electorales, seducido, en esta ocasión, por las propuestas del partido que acabó venciendo -aunque él no se enterara hasta varios días después, debido a su convalecencia-, se las hubiera tatuado en la piel para tenerlas siempre presentes y comprobar si el Gobierno elegido las cumple. En ese hipotético caso, después de haber recibido el alta hospitalaria aproximadamente cien días después de su accidente, podría leer en sus antebrazos entintados aseveraciones como las siguientes: “No subiremos los impuestos”, “La Educación y la Sanidad no se tocarán”, “Claro que estamos en contra de la amnistía fiscal”, “No vamos a abaratar el despido”, “Aquí hay un presidente del Gobierno que va a dar la cara”.
Ante la terrorífica sospecha de que pudiera haber sido engañado, el señor Jankins bien podría acudir a la sede del Gobierno a pedir explicaciones -repito: estamos suspendiendo la incredulidad-. En ese caso -ya no hipotético, sino puramente fantasioso-, un alto representante de la organización o -venga, tiremos la casa por la ventana- el mismo líder, aquél que salía rejuvenecido y lozano en los carteles electorales, seguramente imitaría al personaje de Teddy Gammell en Memento, respondiendo con serenidad a las preguntas inquisitivas de Sammy y elaborando argumentos disuasorios para convencerle de que se equivocó transcribiendo aquellas frases en su piel o, mejor aún, que esas mismas fueron las propuestas electorales del partido derrotado y, desde ese nueva premisa, conducirle a elaborar una tautología fundamentada en falsedades. Pero eso, claro, es un trabajo que solo podría realizar un profesional del arte del engaño. Un principiante, por el contrario, se pondría nervioso, sería incapaz de replicar y, quién sabe, igual saldría huyendo por la primera puerta que tuviera a su alcance. La de un garaje, pongamos por ejemplo.
Recuerda a Sammy Jankis.
Quizá algún día Sammy tenga la suerte de encontrar un fragmento de piel tintada que cambie el sentido de sus convicciones y, quién sabe, pueda volver a reunirse con su idolatrado prócer y como aquellos siervos que, según recogía Tertuliano en su Apologética, acompañaban a los generales romanos en sus desfiles por la capital del Imperio en celebración de un Triunfo, le susurre al oído: Memento mori, recuerda que tú también eres mortal. Mira a tu alrededor, no ignores las limitaciones que te impone la Ley y la costumbre.
Pero quizá, cuando eso llegara a ocurrir, ya sería demasiado tarde y hasta el inocente niño que señala la desnudez del emperador habrá sido acusado de pertenecer a organización criminal.
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