Lo bueno de las visitas
09 de Noviembre de 2010 | Begoña Gómez
De las visitas uno espera que se queden el tiempo justo, que no dejen sus cosas esparcidas, que compren las pastas del desayuno y, a ser posible, que comenten lo mono que nos ha quedado el salón.
Lo de Ratzinger es como si viniera la suegra y, antes de poner un pie en la casa, ya estuviera diciendo, por teléfono, lo mal que lo ve todo. Peor que en el 36.
Curiosa esta diplomacia de polémica preventiva que consiste en soltar la bomba cuando aún se tienen los pies en aires internacionales sabiendo que el anfitrión no puede contestar so pena de quedar mal.
A uno tampoco le gustaría nada que las visitas comentas en lo mal aprovechado que está el espacio en el cuarto pequeño -poniendo la lavadora así se ganaría el triple de espacio- y lo respondones que están los niños. Educados como estamos en la pedagogía Ikea, con esos anuncios que fomentan el nacionalismo de hogar -y que, por cierto, cada vez tiran más por lo feísta: el catálogo sigue mostrando las casas que querríamos tener pero los spots de la tele enseñan pisos de los que querríamos largarnos-, no estamos para que vengan a darnos lecciones.
Y, sin embargo, ahí ha estado otra vez el invitado, al que no le convencen las leyes de las que nos hemos dotado democráticamente ni estas costumbres que hemos cogido en los últimos 30 años, más o menos desde que nos dejaron. “Vivid como una familia”, dice, como si no hubiéramos leído a Tolstoi ni visto Los Soprano.
Lo mejor de las visitas, lo sabe todo el mundo, es cuando se van
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